Etapas del camino. (La pérdida del ser querido).

 …Ya vimos la “vida” y ahora nos toca algo de teoría. En la segunda parte del libro hablaré de la doctrina católica con más profundidad. Sigo aquí a Bucay, y dejo su lenguaje argentino, aunque la maestra que más ha trabajado este tema y de la que se toman las ideas es Elizabeth Kubler Ross, de la que ya hemos dicho bastante. Imaginemos que alguien se lastima. Supongamos que un joven sano jugando al fútbol descalzo con sus amigos en un campo. Corriendo un pase para meter un gol pisa algo filoso, una piedra, un pedazo de vidrio, una lata vacía y se lastima.

Resultado de imagen de indicando gif interactivosEl joven sigue corriendo, alcanza la pelota y a pesar del dolor que siente al afirmar el pie para patear le pega a la pelota con toda su fuerza venciendo al arquero y ganando el partido. Todos festejan. Un compañero le advierte de la mancha roja que deja en el pasto en cada pisada. El joven se sienta en un banco y al mirarse la planta del pie se da cuenta del tajo sangrante que tiene cerca del talón. ¿Cómo sería la evolución normal y saludable para esta herida? ¿Cuáles son las etapas por las que va a pasar esta herida? Tal como vimos, muchas veces, en un primer momento todo ocurre como si no pasara nada. El muchacho sigue corriendo la pelota, la señora sigue cortando el pan con el cuchillo filoso y el carpintero no nota que se lastimó hasta que una gota de sangre mancha la madera. En ese primer instante, muchas veces, ni siquiera hay sangre; el cuerpo hace una vasoconstricción, achica el calibre de los vasos sanguíneos, inhibe los estímulos nerviosos y establece un período de impasse, un mecanismo de defensa, más fugaz cuanto mayor sea la herida. Inmediatamente aparece el dolor agudo, intenso y breve, a veces desmedido, que es la primera respuesta concreta del cuerpo que avisa que algo realmente ha pasado. Y después la sangre, que brota de la herida en proporción al daño de los tejidos. La sangre sigue saliendo hasta que el cuerpo naturalmente detiene la hemorragia. En la herida se produce un tapón de fibrina, plaquetas y glóbulos: el coágulo, que sirve entre otras cosas para que la herida no siga sangrando… Cuando está el coágulo hecho, empieza la etapa más larga del proceso. El coágulo se retrae, se seca, se arruga, se vuelve duro y se mete para adentro. El coágulo se transforma en lo que vulgarmente llamamos «la costra, cascarita».

Pasado un tiempo, los tejidos nuevos que se están reconstruyendo de lo profundo a lo superficial empujan «la costra» y la desplaza hacia afuera hasta que se desprende y cae. La herida de alguna manera ya no duele, ya no sangra, está curada; pero queda la marca del proceso vivido: la cicatriz.

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Etapas de Sanación de una herida. 1- Vasoconstricción. 2- Dolor agudo. 3- Sangrado. 4- Coágulo. 5- Retracción del coágulo. 6- Reconstrucción fisular.7- Cicatriz. Este es más o menos el proceso evolutivo normal de una herida cortante. Si esto no sucede, algo puede estar funcionando mal. Quiero decir, si un paciente ante una herida cortante más o menos importante no sangra, está mal. Uno podría pensar «mira que suerte, no perdió sangre»; a veces puede no ser una gran suerte, un herido en estado de shock no sangra y podría morir. Y por supuesto cuanto más grande es la herida, más larga, más tediosa y más peligrosa es cada etapa. Siempre es así, cuánto más grande es la herida, más tarda en cicatrizar y más riesgo hay de que algo se complique en algún momento de la evolución. Si nos estancamos en cualquiera de estas etapas siempre vamos a tener problemas. De todas maneras no traigo esto para explicar cómo evoluciona una herida cortante sino porque hace poco me sorprendí al darme cuenta de la enorme correspondencia que existe entre las etapas que cada uno pude deducir por su propia experiencia con lastimaduras y la situación aparentemente compleja de elaborar un duelo. Un duelo es, como hemos dicho, la respuesta normal a un estímulo, un hecho que nos hiere y que llamamos pérdida… Porque la muerte de un ser querido es una herida, dejar la casa paterna es una herida, irse a vivir a otro país es una herida, romper un matrimonio es una herida. Cada pérdida funciona, en efecto, como una interrupción en la continuidad de lo cotidiano, como una cortadura es una interrupción en la integridad de la piel. Si entendimos cómo se sana una herida, vamos a tratar de deducir juntos qué pasa con la elaboración de un duelo. Por esta coherencia del ser humano veremos que los pasos que sigue la sanación emocional son básicamente los mismos, no se llaman igual, pero como vamos a ver, con un poco de suerte, quizás resulten equivalentes. Vamos a tomar como ejemplo de pérdida la situación de muerte de un ser querido.

Cuando nos enteramos de la muerte de alguien muy querido lo primero que sucede es que decimos «no puede ser«. Pensamos que debe ser un error, que no puede ser, decimos internamente que no, pensamos que es demasiado pronto, que no estaba previsto, que en realidad «estaba todo bien»… Esta primera etapa se llama la etapa de la incredulidad. Y aunque la muerte sea una muerte anunciada, de todas maneras hay un momento donde la noticia produce un shock. Hay un impasse, un momento de negación y cuestionamiento donde no hay ni dolor; la sorpresa y el impacto nos llevan a un proceso de confusión donde no entendemos lo que nos están diciendo. Por supuesto que cuanto más imprevista, más inesperada, sea la muerte, cuánto más asombrosas sea la situación, más profunda será la confusión, más importante será el tiempo de incredulidad y más durará. Esto tiene un sentido, el mismo que tiene en la herida la situación de impasse, esto es «economizar» la respuesta cicatrizadora si la cosa no tiene importancia y es algo que va a pasar rápidamente; bien, la psiquis también se protege hasta evaluar… por las dudas… por si fue un error… por si acaso sea yo el que haya entendido mal. Nos protegemos desconfiando de la realidad, entrando en confusión para permitirnos la distancia de esta situación. No se puede pasar directamente de la percepción a la acción o de la percepción al contacto, va a tener que existir un proceso, va a tener que pasar un tiempo. Y este tiempo que hace falta se logra forzando mediante este pequeño congelamiento del shock la no-respuesta. Así que la primera cosa que va a pasar es que la persona va a tener un momento donde va a estar absolutamente paralizada en su emoción, en su percepción, en su vivencia y lo que va a tener es un momento de negación, de desconfianza, un tiempo deimpasse entre la parálisis y el deseo de salir corriendo hacia un lugar donde esto no esté pasando, la fantasía de despertar y que todo sea nada más que un sueño.

Esta etapa puede ser un momento, unos minutos, unas horas o días como sucede en el duelo normal, o puede volverse una negación feroz y brutal. En los niños esta historia funciona a veces con un riesgo absoluto; y mientras el mundo y su familia están evolucionando el chico está como si no hubiera pasado nada, está paralizado en esta situación, en realidad negando todo lo acontecido porque no saber por dónde metabolizarlo. A veces pasa, en medio de un velatorio, con un chico que tiene 10,12,15 años y a veces más y está como si nada. Uno piensa que debería ser totalmente consciente de lo que está pasando y entonces pregunta:

-¿No quería a su abuelo, a su madre, a su hermano?

-Lo quería muchísimo, estamos todos muy sorprendidos.

Está en esta etapa de la incredulidad, a veces en situación de negación patológica y muchas otras en una normal respuesta de defensa frente a lo terrible, un intento no demasiado consciente de NO enloquecer.

Lo fundamental no es la negación sino un estado confusional. La persona en cuestión no entiende nada, no sabe nada de lo que pasa y aunque aparezca a veces muy conectado no tiene cabal registro de lo que está sucediendo. Cuando se consigue traspasar esa etapa de incredulidad no tenemos más remedio que conectarnos con el agudo dolor del darnos cuenta. Y el dolor de la muerte de un ser querido en esta etapa es como si nos alcanzara un rayo. Después de todos nuestros intentos para ignorar la situación, de pronto nos invade toda la conciencia junta de que otro murió. Y entonces la situación nos invade, nos desborda, nos tapa, de repente un golpe emocional tan grande desemboca en una brusca explosión. Esta explosión dolorosa es la segunda etapa del duelo normal. Es la etapa de la regresión. ¿Y por qué la llamamos «regresión? Porque lo que en los hechos sucede es que uno llora como un chico, uno patalea, uno grita desgarradoramente, demostraciones para nada racionales del dolor y absolutamente desmedidas. Actuamos como si tuviéramos cuatro o cinco años. NO hay palabras concretas, no decimos cosas que tengan sentido, lo único que hacemos es instalarnos en estado continuo de explosión emocional. Intentar razonar con nosotros en ese momento es tan inútil como sería explicarle a un niño de cuatro añitos por qué su ranita fue aplastada por un auto. En esta etapa tampoco hay ninguna posibilidad de quien está de duelo nos escuche. El de la primera etapa porque estaba en shock por la noticia, negando, evitando y confundido; este otro porque está desbordado por sus emociones, absolutamente capturado por sus aspectos más primarios, sin ninguna posibilidad de conectarse, en pleno dolor irracional. Así como en la herida física de pronto el dolor me avisó y me di cuenta de que me había lastimado, y cuando supe empecé a sangrar, así mismo cuando las emociones desbordadas empiezan a salir para afuera, empiezo a sangrar. Y la sangre que sale ahora es la tristeza: es la furia.

Es el primer sangrado, la tercera etapa, la que empieza después de tener conciencia de lo que pasó: se llama la etapa de la furia. (sigo a J. Bucay en su brillante exposición). Ya he llorado. Ya he gritado… ahora toca enfadarme: la Furia es bronca, mucha, mucha, mucha bronca. A veces muy manifiesta como bronca y otras veces disimulada, pero siempre hay un momento en el que nos enojamos. ¿Con quién? Depende… A veces nos enojamos con aquellos que consideramos responsables de la muerte: los médicos que no lo salvaron, el tipo que manejaba el camión con el que chocó, el piloto del avión que se cayó, la compañía aérea, el señor que le vendió el departamento que se incendió, la máquina que se rompió, el ascensor que se cayó, etc., etc. Nos enojamos con todos para poder pensar que tiene que haber alguien a quien responsabilizar de todo esto. O nos enojamos con Dios. Lo hemos visto con la chica a la que se le murió su amiga. Si no encontramos a nadie y aún encontrándolo nos ponemos furiosos con Dios y empezamos a cuestionarlo. O quizás nos enojamos con la vida, literalmente con la vida, con la circunstancia, con el destino. Y arremetemos contra la vida que nos arrebata al ser querido.Lo cierto es que con Dios, con la vida, con uno mismo, con el otro, con el más allá, con alguien, siempre hay un momento en el que conectamos con la furia. Ahora con este y después con el otro. O no.

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En lugar de eso o además de eso nos enojamos con el que murió. Nos ponemos furiosos porque nos abandonó, porque se fue, porque no está, porque nos dejó justo ahora, porque se muere en el momento que no era el adecuado, porque no estábamos preparados, porque no queríamos, porque nos duele, porque nos molesta, porque nos fastidia, porque nos complica, porque, porque, sobre todo porque nos dejó solos de él, solos de ella. A veces si muere mi mamá, me enojo con mi papá porque sobrevivió. Me enojo con el hermano mayor de mi padre, porque él vive y mi papá se murió. Sea con el afuera, sea con las circunstancias, sea con Dios, con la religión, con el vecino, sea con el que no tiene nada que ver o con quien sea, me enojo. Me enojo con cualquiera a quien pueda culpar de mi sensación de ser abandonado. No importa si es razonable o no, el hecho es que me enojo. Pero, ¿cómo puede ser que yo me enoje?La verdad es que yo sé que los otros no son culpables de esto que los acuso. Lo que pasa es que la furia tiene una función, como la tiene el sangrado… Esta furia está allí para producir algunas cosas, como la sangre sale para permitir el proceso que sigue.

La tristeza todavía no va a aparecer porque el cuerpo se está preparando para soportarla. La furia tiene como función anclarnos a la realidad, traernos de la situación catastrófica de la regresión y prepararnos para lo que sigue; tiene como función terminar con el desborde de la etapa anterior pero también intentar protegernos, por un tiempo más, del dolor de la tristeza que nos espera. Para que pare la sangre habrá que taponar la herida con algo. Algo que sea justamente el resultado del sangrar. Porque si el paciente siguiera sangrando se moriría. Si el paciente siguiera furioso se moriría agotado, destrozado por la furia. En el proceso natural de la elaboración de un duelo aparece tarde o temprano unaetapa de la culpa. Nos empezamos a sentir culpables. Culpables por habernos enojado con el otro (se murió y yo encima haciéndole daño). Culpables por enojarnos con otro. Culpables con Dios. Culpables por no haber podido evitar que se muriera. Y empezamos a decirnos estas estupideces: …por qué le habré dicho que vaya a comprar eso… Culparnos es una manera de decretar que yo lo habría podido evitar, una injusta acusación por todo aquello que no pudimos hacer… por no haberte contado lo que nunca supiste, por no haberte dicho en vida lo que hubiéramos querido decirte, por no haberte dado lo que podíamos haberte dado, por no haber estado el tiempo que podíamos haber estado, por no haberte complacido en lo que podíamos haberte complacido por no haberte cuidado lo suficiente, por todo aquello que no supimos hacer y que tanto reclamabas. Pero la culpa también es una excusa, también es un mecanismo.

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La culpa es una versión autodirigida del resentimiento, es la retroflexión de la bronca. Está configurada de la misma sustancia que la furia, como el coágulo es de la misma sustancia de la sangre. La culpa no dura porque es ficticia y cuando se queda nos estanca en la parte mentirosa omnipotente y exigente del duelo. Pero si no hacemos algo que nos detenga, naturalmente aparece la retracción del coágulo, como pasa con la herida. Voy metiéndome para adentro, voy volviéndome seco. Y llego a una etapa, la quinta, desde lo subjetivo la más horrible de todas, la etapa de la desolación. Y esto me conecta con la impotencia.

Y como si fuera poco aquí está también nuestro temido fantasma, el de la soledad. La soledad de estar sin el otro, con los espacios que ahora quedaron vacíos. Conectados con nuestros propios vacíos interiores. Conectados con la certeza de que hemos perdido algo definitivamente. No hay muchas cosas definitivas en el mundo, salvo la muerte. Nos damos cuenta de que las cosas no van a volver a ser como eran y no sabemos con certeza pronosticar de qué manera van a ser. Y tomo absoluta conciencia… y siento la sensación de ruina… como si fuera una ciudad desvastada… como si algo hubiera sido arrasado dentro de mí… como si yo fuera lo que queda de una ciudad bombardeada. (Me acuerdo de las imágenes de Varsovia después de la destrucción de los nazis, nada en pie, sólo escombros). Así me siento… como si de mi interior sólo hubieran quedado escombros. Este es el momento más duro del camino. En honor a esta etapa se llama el camino de las lágrimas, esta es la etapa de la tristeza que duele en el cuerpo, la etapa de la falta de energía, de la tristeza dolorosa y aplastante. No es una depresión, si bien se le parece, claro que se le parece. ¿En qué? En la inacción. La depresión aparece justamente cuando me declaro incapaz de transformar mi emoción en una acción. A veces los deprimidos no están tristes, están deprimidos, pero no están tristes. Y éstos están tristes, no sé si están deprimidos, quizás sí, quizás no, pero lo que seguro están es desesperados… Están verdaderamente desesperados. Pero no es la desolación de la sinrazón. Cuando nos encontramos con estas personas y las miramos a los ojos, nos damos cuenta de que algo ha pasado, de que algo se ha muerto en ellos. Y es bien triste acompañar a alguien que está en este momento. Es triste porque comprendemos y sentimos.

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Porque nos «compadecemos» de lo que le pasa, quiero decir «padecemos con» esa persona. Es lógico que así sea porque quien se ha muerto en realidad es este pedacito de la persona que de alguna manera llevaba adentro. Impresión que lleva a muy buen negocio a los espiritistas y a toda esta gente siniestra que aprovecha estos momentos, sabiendo que quien está de duelo está sumamente vulnerable. Se trata de verdaderas seudoalucinaciones, que si bien son normales no dejan de obligarnos a pensar dónde anda nuestra salud mental. Si vuelvo a la que fue la casa de mi abuela y percibo su olor, esto no tiene ningún misterio, es el olor del lugar que asocio con mi abuela. Ahora bien, si yo voy a un lugar donde sé que mi abuela nunca estuvo y reconozco su olor, debe ser que hay un aroma que me hace acordar al de mi abuela, y no porque mi abuela esté por ahí, si se me ocurre pensarlo así posiblemente mi situación emocional me esté jugando una mala pasada. Una seudo imaginación no es una alucinación: yo sé que lo que estoy percibiendo no es, pero lo estoy percibiendo. Uno tiene la sensación, aunque sabe que es su cabeza la que está haciendo la trampa. Es muy fuerte pasar por estos momentos y muchos llegan a asustarse. Lo malo de esta etapa de desolación es que es desesperante, dolorosa, inmanejable. Lo bueno es que pasa, y que mientras pasa, nuestro ser se organiza para el proceso final, el de la cicatrización, que es el sentido último de todo el camino. Pero cómo podría prepararme para seguir sin la persona amada si no me cierro a vivir mi proceso interno, cómo podría reconstruirme si no me retiro un poco de lo cotidiano. Eso hacen la tristeza y el dolor por mí, me alejan, para poder llorar lo que debo llorar y preservarme de más estímulos hasta que esté preparado para recibirlos, me conectan con el adentro para poder volver al afuera a recorrer los dos últimos tramos del camino de las lágrimas: el de la fecundidad y el de la aceptación.

Ahora podemos comparar los esquemas para confirmar la correspondencia más completa entre la Herida y el Duelo:

* Vasoconstricción = Incredulidad

* Dolor agudo = Regresión

* Sangrado = Furia

* Coágulo = Culpa

* Retracción del coágulo = Desolación

* Reconstrucción tisular = Fecundidad

* Cicatriz = Aceptación.

En el final mismo de esta etapa de desolación empezamos a sentir cierta necesidad de dar. Seguramente está muy lejos de ser la salida, pero es el principio de ella, un intento de resolver en mi cabeza lo que no puedo resolver en los hechos. Este principio de salida se llama identificación y me acerca al establecimiento de la etapa de fecundidad. Pero si sigo diciendo que era la encarnación de lo perfecto, que era el más lindo niño que nunca existió y que era demasiado para este mundo y por eso Dios lo quería con él, estoy perdido. Erré el camino y la revaloración se transformó en idealización. Ya no estoy viendo las cosas. No hay nada peor que confundir valorar con idealizar; una me permite elaborar el dolor, al otra lamentablemente es una manera de no salirse de él, hacer habitaciones – museos o consagrar la vida a un recuerdo idealizado – canonizado. Un ejemplo sobre idealización:recuerdo un hombre aún joven que tenía una mujer muy buena, que sufrió una larga enfermedad; tenían 6 hijos. Cuando murió la mujer todos le aconsejaron que no se casara con ninguna otra mujer, por el honor de la esposa difunta, cuando en realidad él necesitaba una esposa y los hijos una madre, pero el entorno había idealizado aquella mujer y les costaba la idea. Cuando me preguntó le dije que por supuesto era libre de volverse a casar, cosa que hizo al cabo de poco tiempo y con alegría de los hijos (y de la joven esposa nueva, que sería pronto madre). El desagradable nombre técnico de este proceso es momificación de lo perdido. Una de las historias que corren por Internet hablan de la historia del amor que escapa de una isla que se hunde, pero nadie le quiere llevar, hasta que una barca le recoge: la sabiduría le dirá que aquella barca es la del tiempo, pues “es el único que puede ayudarte cuando el dolor de una pérdida te hace creer que no podrás seguir”.

El proceso de identificación es un puente entre la oscuridad del túnel del duelo y la luz posterior. Puente necesario, porque sin identificación no puede haber fecundidad. ¿Qué es fecundidad? Es empezar a hacer algunas cosas dedicadas a esa persona, o por lo menos con conciencia de que han sido inspiradas por el vínculo que tuvimos con ella. Voy a transformar esa energía ligada al dolor en una acción. Este es el principio de lo nuevo. Esta es la reconstrucción de lo vital, este es el comienzo: lograr que mi camino me lleve a algo que de alguna manera se vuelva útil para mi vida o para la de otros. Quiere decir resituarse en la vida que sigue (lo que hemos contado al principio: “y la vida continúa”). Es decir, por amor a él cuidará de los vivos, él estará contento si yo estoy contento, si hago feliz a los que me rodean.

La segunda cosa que quiere decir aceptar es «interiorizar». Recuerden, venimos de la identificación (Él era como yo) y de la discriminación (pero no era yo). Y sin embargo yo no sería quien soy si ni siquiera lo hubiera conocido. Algo de esa persona quedó en mí. Esto es la interiorización. La conciencia de lo que el otro dejó en mí y la conciencia de que por eso siguen vivas en mí, las cosas que aprendí, exploré y viví. Lacan dijo algo fantástico respecto del duelo: «Uno llora a aquellos gracias a quien es.» Y a mí me parece increíblemente sabio este pensamiento, esta idea: Gracias a algunas personas yo soy quien soy, sea yo consciente o no del proceso… persona, cosa, situación o vínculo que ha sido fundamental en mi manera de ser. Y aquí termina el camino. ¿Por qué? Porque me doy cuenta de todo lo que esa persona me dio y de que no se lo llevó con ella, me doy cuenta de que puedo tener dentro de mí lo que esa persona dejó en mí y encuentro que esta es una manera de tener a la persona conmigo. Entonces descubro que ya no tengo que seguir cargando con el cadáver por la vida. La discriminación y la interiorización me permitirán aceptar la posibilidad de seguir adelante, a pesar de que como en todas las heridas también quedará una cicatriz. ¿Para siempre? Para siempre. ¿Entonces no se supera? Se supera pero no se olvida. Cuando el proceso es bueno las cicatrices ya no duelen y con el tiempo se mimetizan con el resto de la piel y casi no se notan, pero están ahí. Cuando yo hablo de esto me toco el muslo izquierdo y digo «acá está, esta es la cicatriz de la herida que me hice cuando me lastimé, yo tenía diez años». ¿Me duele? No, ni siquiera cuando me toco. No me duele. Pero si uno mira de cerca la cicatriz está.

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Lluciá Pou Sabaté

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