«Tierras de penumbra»

«Tierras de penumbra»

 

Richard Attemborough dirigió la película con este título, que trata de C. S. Lewis y los últimos días de su esposa hasta su muerte. Escribió ya años antes, en 1940, “El problema del dolor” su propósito era resolver el problema intelectual presentado al sufriente por el sufrimiento. Esta elucidación intelectual del problema del dolor es una necesidad urgente para quien sufre, pues el doliente no sólo se duele de padecimientos físicos sino también de la misma conciencia del dolor como aporía, como callejón sin salida. Por eso la reflexión sobre el sentido del dolor resulta inevitable. Con todo Lewis observa con agudeza que una filosofía del dolor nunca podrá llegar a ser un analgésico adecuado para embotar el sufrimiento: «Cuando el dolor tiene que ser sufrido, un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa». Tampoco la fe cristiana es para el creyente una especie de opio espiritual que le evite la experiencia lacerante del dolor. El dolor es siempre doloroso; es más, la misma conciencia de la inevitabilidad del dolor duele a su vez, decía José Miguel Odero: lo único que el teólogo puede y debe proponerse con su discurso es, pues, inyectar en el dolor la esperanza o lo que es lo mismo: «mostrar que la vieja doctrina cristiana de ser perfeccionado a través del sufrimiento no es increíble». Esa credibilidad del sentido cristiano del dolor se capta generalmente por vía de testimonio. El hombre es capaz de reconocer algo llamativo en la existencia de algunos cristianos, siempre que éstos vivan el dolor como algo que, sin ser bueno en sí mismo, tiene con relativa frecuencia efectos buenos: «He visto —reconoce Lewis— gran belleza de espíritu en algunos que sufrían reveses (…) y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco valiosos».

En casos como estos cabe contemplar en el dolor una piedra de toque de la infinitud propia de la libertad humana, pues el dolor revela al hombre la hondura de su propia libertad. El hombre es libre ante el dolor, porque es capaz de no sucumbir ante él, sino que por el contrario el hombre posee la paradójica capacidad de reconducir el dolor hacia su propia felicidad. El hombre es libre frente al dolor, porque puede vencer al mal que es el dolor aun antes de que el dolor sea suprimido.

¿Cómo es posible esta victoria del hombre sobre el dolor? Para responder con hondura a esta cuestión hemos de preguntarnos por las condiciones de posibilidad del dolor. El problema del dolor puede aparecer como tal problema —y no meramente como un dato— cuando se nos presentan dos realidades aparentemente contrarias: por una parte se debe dar en nosotros mismos la experiencia del dolor y la viva comprobación de la presencia de este mal en el mundo; pero por otra parte el dolor sólo llega a ser problema cuando simultáneamente  tenemos la convicción de la bondad y la sabiduría del Creador del mundo.

En efecto, para un materialista que sólo contempla la posibilidad de que una energía desconocida e impersonal explique suficientemente el cosmos y la vida humana, el dolor es tan sólo un dato molesto o, en todo caso, una plaga a erradicar, pero sólo en este último sentido le resulta problemático. Es decir, para un materialista el problema del dolor se reduce a un problema técnico: encontrar analgésicos adecuados”. Que es lo que pasa en el mundo de hoy: simplemente buscar la cosa técnica, llegando a la barbaridad de eliminar el paciente cuando no se puede eliminar el dolor. Cuando en realidad es el dolor un reclamo para el misterio del hombre, como las cebollas, para que vayamos a capas más profundas, de su eternidad.

“Por el contrario, la fe cristiana en un Dios bueno y omnipotente suscita el problema del dolor en sus términos más paradójicos, cuando enseña a la vez que el Hijo de Dios beatísimo muere en la cruz padeciendo sufrimientos atroces”.

Tierras de penumbra es una gran película de Richard Attenborough que está basada en lo que ya hemos dicho del matrimonio de C. Lewis (Anthony Hopkins) con Helen Joy (Debra Winger). Ella influye muy positivamente en él, se trata de una amistad estrictamente intelectual, cuando de repente se diagnostica a H.-Joy un cáncer… se casan para que ella tenga la nacionalidad británica, y el amor, que llega inesperadamente, hace salir a Lewis de su rutina, pues vivía «encerrado en la cárcel de sí mismo», se sentía solo y tenía miedo de poner el corazón en los demás. Por eso, al probar el amor y serle arrebatado, cuando el cáncer se lleva a Joy, él queda sumido en un profundo duelo. Había dicho que Dios permite que los hombres sufran por un sentido; que mientras que otras cosas como la injusticia y el error pueden ser  ignorados por el que las sufre, el dolor no, “sentimos” que sufrimos, y escuchamos algo que en la conciencia nos grita: “el dolor es el megáfono que Dios usa para despertar a los sordos”; son ilusiones destrozadas, arde la rebelión, pero es oportunidad para quitar el velo de la apariencia de las cosas y ver la realidad de nuestra contingencia… Pero ahora, Lewis no “sentía” más que el corazón en carne viva, no ve sentido al dolor («si conociera algún modo de escapar de él, me arrastraría por las cloacas para encontrarlo»): escapar del callejón sin salida. No sirven las palabras: «un poco de valor ayuda más que mucho conocimiento; un poco de simpatía humana ayuda más que mucho valor, y el más leve rastro de amor de Dios es lo que ayuda más que cualquier otra cosa».

Sentimos entonces que nos duele perder a personas queridas, damos gracias a Dios por haberlas tenido… y seguimos cumpliendo nuestra labor, que después de la depresión, del cansancio, siempre es posible y necesario recomenzar. Recomenzar es renovarse, pensar en los demás (también en “sacrificio” por la persona que hemos perdido, y que necesita nuestra alegría). Uno crece cuando enfrenta el invierno aunque pierda las hojas. ¿Lloraste mucho?… Fue limpieza en el alma. “Y la vida continúa” es una película-documental de Abbas Kiarostami con una serie de momentos mágicos sobre las consecuencias del terremoto que ha asolado la zona de Roudbar (Irán, 1990), y que ha dejado muchas familias destrozadas, y muchos huérfanos. Como en la primera película (“El sabor de las cerezas”) también aquí va un hombre en coche (esta vez acompañado por su hijo: haciendo seguramente honor a “La strada” de Federico Fellini, su película favorita) en busca de un actor real, que él dirigió en otra película, y vemos los fortuitos encuentros con los supervivientes (frases mágicas, como: «nadie puede apreciar la juventud si no es viejo, nadie puede apreciar la vida si no ha visto la muerte»), diálogos en pura contemplación de un mundo que renace, un coro que clama por reconstruirse y volver a empezar, la necesidad de seguir viviendo “mientras tanto»… “Y la vida continúa”.

Va naciendo una luz, la esperanza de que uno crece, también con el testimonio de otros: «he visto —reconoce Lewis— gran belleza de espíritu en algunos que sufrían reveses… y he visto que la enfermedad final produce tesoros de fortaleza y humildad en individuos que eran muy poco valiosos». Se le revela al hombre la hondura de su propia libertad, porque es capaz de no sucumbir ante el dolor fuerte, sino que posee la paradójica capacidad de reconducirlo hacia su propia felicidad, puede superarlo: no con analgésicos, sino al contemplar que el Hijo de Dios muere en la cruz por amor, «el sufrimiento es el cincel que Dios emplea para perfeccionar al hombre». Ahí no hay palabras: «Él sabe más»… «vivimos en tierras de penumbra»; pero «hay luz en la oscuridad».

(La pérdida del ser querido)

 

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