Reflexiones sobre la vida y la muerte

2023-11-02

Las lecturas litúrgicas de hoy se escogen libremente, de entre las varias que ofrece el...

Llucià Pou Sabaté

Conmemoración de todos los fieles difuntos: la comunión con los difuntos está basada en la esperanza en Jesús que nos lleva más allá de la muerte, hasta la vida de amor del Cielo

«La fe embellece la muerte y la hace dulce, alegre, preciosa y deseable»

Dicen que un análisis de sangre basado en pruebas del ADN indica la longevidad de las personas: no una fecha precisa de defunción, sino una probabilidad estadística de llegar a los 90 años. Y se quiere alargar la vida por todos los medios, incluso por una “copia” de la mente en bits, que pueda implantarse en otra persona o incluso mantenerse en un ordenador. Pero no estamos solamente en el cuerpo, ni siquiera en el cerebro y ADN: tenemos alma. Y no tenemos en la tierra morada permanente, sino que estamos de paso, de camino hacia la vida eterna. «La fe embellece la muerte y la hace dulce, alegre, preciosa y deseable si se despoja de toda idea de destrucción, que tan espantosa la hace a la mayoría de los hombres, y representándola como un rescate de esta cárcel terrena, en la que se suele agonizar más que vivir» (Gioberti).

Lo que verdaderamente cuenta es el amor

Son días para rezar más por las almas del Purgatorio, siguiendo el ejemplo de los santos, que nos muestran que no tienen importancia el éxito o el fracaso, la salud o la enfermedad, la carencia o la abundancia de medios… Lo que verdaderamente cuenta es el amor. «Cuanto más recordemos a las personas queridas y nos aflijamos por ellas, tanto más aprenderemos a imitar su buena conducta y a estimarlas, aunque las hayamos perdido» (U. Foscolo).

¿Qué pasa con los que mueren?

Se ha rezado siempre por ellos en la Iglesia, y se ha formulado la explicación del purgatorio, que no es una cárcel en el más allá, sino el Señor Jesús, en el momento de la muerte, cuando hay el juicio, sale al encuentro del hombre. Con ese abrazo de amor, se le quema al hombre toda la «paja y heno» de su vida y que sólo permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Se transforma en aquello que está llamado a ser. Al decir “sí” se hace capaz de acoger la misericordia de Dios. Como el egoísmo le podría impedir decir un “sí” total, debe ser transformado con ese fuego que le transforma con su llama en aquella figura sin mancha que puede convertirse en el recipiente de la eterna alegría. Como todos estamos unidos, podemos rezar por los que han muerto, por ejemplo si uno que muere ha hecho daño a otro, cuando este le perdona ya queda libre de esa pena y puede volar al cielo, y así pasa con todo: estamos en comunicación, y podemos ayudarnos unos a otros, los vivos y los difuntos (Joseph Ratzinger).

Orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados

Creemos que “en Cristo Señor nuestro, brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección: y así aunque la certeza del morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”, reza la liturgia. También el Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de la comunión con los difuntos: “»La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados’ (2 M 12, 45)» (Lumen Gentium 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (n. 958).

Todos hemos de morir

Las lecturas litúrgicas de hoy se escogen libremente, de entre las varias que ofrece el formulario de difuntos. Por ellos ofrecemos hoy la misa. La esperanza nos permite vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte: La muerte, “salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan normal: todos hemos de morir. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir” (Hebreos 13,14): la que el Señor nos tiene preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta ya se convierte en entrada a la vida eterna.

La vida plena responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano (¡cuántas cosas hacemos para alargar la vida, para luchar contra la enfermedad y la muerte!). Pero la experiencia constante es que, más pronto o más tarde, todos morimos, porque somos hijos de esta tierra, perecederos («por Adán murieron todos»).  Jesús, también. «Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» El camino del Hijo es el camino de los hijos; avanzamos hacia el triunfo de Jesús; cuando celebramos su victoria anunciamos la nuestra. Nuestra vida no se agota en lo que vemos y tocamos, en lo que podemos darnos unos a otros: como Jesús, hemos nacido de Dios y a Dios retornamos, nuestro  aliento está en manos del Padre. Tal es la promesa hecha a «los cristianos», a los que viven como él vivió. La muerte no es para el cristiano la nada y la destrucción: si rompe unos lazos, quedan otros, y tanto si vivimos como si morimos estamos siempre en las mismas manos: las del Padre. “Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas” (San Agustín).

Visión de la vida y de la muerte

Dedicar un día del año litúrgico a la oración de todos los difuntos apareció como costumbre de algunas ordenes monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando aparece en algunas parroquias. Con el tiempo se fue extendiendo a la Iglesia universal.

La muerte es “la pascua”, se trata de un «paso» que comienza en «morir» a todo lo que nos separa del Padre, tanto el pecado como nuestra propia vida terrena, pues, al final, tienen que ser destruidos para llegar a un «resucitar» que nos haga posible el encuentro definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su gloria. Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones de la liturgia de hoy (Antonio Luis Martínez).

Dice la Sabiduría que para los santos las pruebas se vuelven justicia, pues de este modo «Dios los probó como oro en crisol, y los recibió como sacrificio de holocausto». Lo que los hombres juzgaron la verdad, no lo fue. El descalabro pasó a ser camino de gloria, de enaltecimiento de los justos sobre razas y pueblos, para juzgarlos y dominarlos, sin otro rey que el Señor.

Termina su vida, pero perdura nuestro amor

Hay una comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la grada: “¡venga, ánimo… mete este gol!” En estos días que se preparan dulces tan buenos siguiendo las tradiciones populares, pienso que con aquella sonrisa o detalle de servicio vamos amasando, con buenos ingredientes, esos dulces que se amasan con amor.

Después de la muerte, encuentro con la justicia divina

El Evangelio del juicio es poco de cumplir preceptos, y mucho de amar a los demás: “cuanto hacíais con ellos… conmigo lo hacíais”. Teresita de Jesús hablaba de que el amor de Dios se volcará por completo en llenar nuestra capacidad de amor cuando muramos, dependiendo de nuestra capacidad tendremos más o menos, todo el máximo que podamos albergar en nuestro corazón. Por eso, «todo cuanto pudieres hacer de bueno, hazlo sin perder tiempo (…) porque ni obra, ni inteligencia, ni sabiduría, ni ciencia ha lugar en el sepulcro, hacia el cual vas corriendo» (Eclesiástico, 9,10).

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