“Creo que el ver así a su hija fue para ella mucho peor que el propio cáncer. Carmina adoraba a su madre. Intentaba ayudarla, pero, sencillamente, era incapaz” (sigue la novela).
“El dolor es una estación de paso. Un lugar de tránsito donde a veces no queda más remedio que detenerse antes de seguir el viaje. Ojalá hubiese podido renunciar a ese apeadero, pero no fue posible. El dolor no invita. Aparece, sin más, y entonces no queda otra opción que hacer un alto en el camino y enfrentarse a la certeza de que nada podrá ser igual, que el resto de viaje se ha visto alterado por esa parada intempestiva, por esa parada indeseable, por esa parada que ha tocado en suerte. Qué ironía, llamar suerte al roce mezquino de la desgracia, al contacto íntimo con la aflicción. Qué estúpido resulta llamar suerte a la desventura”.
En tiempo de prodigios se sigue diciendo que el dolor elige con los ojos cerrados a quien le corresponde interrumpir la marcha y conocer un territorio incógnito regido por reglas distintas, por normas particulares, donde nada de lo que usábamos sobre la vida nos resulta de provecho. Existen muchos lugares comunes que en principio deberían ser de ayuda para orientarnos en el dolor y, sobre todo, para salir de él. Pero, ni las frases hechas, ni los buenos consejos, ni las recomendaciones resultan demasiado útiles. Ni siquiera la colaboración de quienes ya han estado allí, al otro lado de la frontera. “Frente al dolor, y en el dolor, uno siempre se encuentra solo. La necesidad de ayudar a mi madre lo ocupó todo. Así vencí mi miedo. Y supe entonces que, a mi manera, también podría resistir el dolor sin venirme abajo.
Fue lo primero que aprendí al morir mi madre: que la fortaleza del alma humana no conoce límites. Que estamos hechos para aguantar absolutamente cualquier cosa. Sí, ya sé que existen casos de personas que se han trastornado después de sufrir una tragedia, pero esos ejemplos son la excepción y no la regla. El instinto de supervivencia y el afán por conservar la cordura son, en muchos casos, muy superiores al propio sufrimiento. Por eso el dolor casi nunca nos mata, ni nos vuelve locos. Nos mutila por dentro, eso sí, pero ¿es que no puede uno vivir lisiado?”