Christine es una chica pasada de vueltas que está triste con todo y especialmente con sus amantes que nunca llegan a novios. En estas circunstancias es fácil dejarse afectar por los sentimientos y es difícil pensar de una forma madura, poniendo distancia ante las emociones, objetivándolas. Decimos sí a la primera persona que se fija en nosotros. Por eso ella está triste, tiene prisa por encontrar su media naranja y casarse, pues se le pasa la edad. Un día se encuentra a Joe, un chico bien plantado que va en una Harley, se atreve a hablar con él, en un bar musical. No es como los otros chicos de su ambiente, tiene algo especial: sus ojos son como un espejo para ella; atisba algo… esos ojos le hacen ver a Jesús. No durmió aquella noche, por culpa de la mirada de Joe, le llevaba a pensar en viejas heridas, escondidas por miedo. Ella rezó a Dios, por primera vez en mucho tiempo: “quiero saber por qué dejaste sin respuesta tantas de mis plegarias. Quiero saber por qué has hecho tan difícil la vida de tanta gente, ya sabes, hambre, enfermedades y todo eso. Y aún más, ¿por qué estableciste un montón de reglas que no hay manera de seguir en el noventa por ciento de los casos y luego nos vendes el cuento de la culpabilidad cuando infringimos esas reglas?… esos mandamientos eran bastante estrictos, ¿no crees? No daban margen a flaquezas humanas ni a circunstancias atenuantes…” (Tomo citas de “God on a Harley”, de Joan Brady, añadiendo otras consideraciones mías).
Le pareció oír en su interior que alguien le hablaba: “Es sencillo. Te estoy preparando para vivir. Me refiero a vivir de verdad, sin reservas…” Ella hasta ahora había entendido sólo los mandamientos negativos, el padre que dice al niño “no toques el fuego”, porque es malo. Había entendido que la felicidad en realidad pasa por el esfuerzo por el cumplimiento de los mandamientos; el que los cumple es feliz; pero se había revelado ante esto, no sabía que esto implicaba “sentirse amada”, y ahora le parecía oír: “Soy el ‘Dios’ que piensas que te juzga y te castiga. Pero no me conoces… Pero debes creerme, Christine: soy el Dios que te vio crecer y caer en la desesperanza. Intenté ayudarte muchas veces, pero en vez de confiar en mí y aceptar mi ayuda, escogiste enfadarte, ponerte a la defensiva. Puedo entenderlo, pero espero que tú a tú vez entiendas que nunca he dejado de quererte ni te he abandonado… conozco tus opiniones acerca de la religión… la gente también lió bastante el tema. Interpretaron erróneamente casi todo lo que dije y luego incluso libraron guerras para ver quién tenía razón…” Christine sintió una paz especial, aquellos días fue leyendo y encontraba en los libros justo lo que necesitaba, como si después de una lección aprendida se le abriera el libro en la siguiente; entendió que la Iglesia es una madre que nos ama y adapta los mandatos a la realidad cotidiana de los hombres, ahora bien, si nosotros no podemos cumplirlos, nos perdona (sacramento de la “reconciliación” -palabra preciosa-) y nos acoge. La madre nos ama muchísimo, quiere lo mejor para nosotros, pero también entiende nuestras debilidades.
Cuando hablaba con gente, ahora encontraba en los demás como ángeles que le sugerían aquellos puntos que daban en el clavo, respuesta a lo que tenía en la cabeza, a sus dudas, veía lo que necesitaba. Entendía Christine cosas nuevas, una amiga le dijo que “el día que vivimos en primera persona todo esto, te das cuenta de que Él siempre ha estado a tu lado, que te quiere con locura, exclusivamente, entiendes que la fuerza del AMOR, lo perdona todo, TODO… las palabras de San Pablo toman vida y encuentran el sentido… y es en este momento cuando aprendes a no torturarte por el pecado. Es entonces cuando quieres hacer lo mejor posible las cosas, únicamente por AMOR a Aquel que te ha mostrado una ternura infinita”. Le decía esta amiga: “Con respecto al silencio del Señor, yo he constatado en mi persona que Él nos habla continuamente, yo no creo en las casualidades. El que suele pasar es que nosotros no lo queremos escuchar, demasiado inmersos en nuestras preocupaciones (lo cual es una absurdidad total, la preocupación no lleva a ninguna parte, es “un sentimiento autodestructivo”, cuando llegan las cosas ya no nos ocuparemos de ellas, el Señor nos da medios para afrontar cada momento…”
Ella se confiaba en Joe, el chico de la mirada de Jesús. Cada día descubría en él cosas nuevas, hablaran de lo que hablaran, ella leía algo más profundo que las palabras, entendía el amor; era como si su oración hubiera sido atendida, como si Dios le hubiera dicho: “voy a darte tu lista de mandamientos personalizados que seguir. Mandamientos que cobrarán sentido para ti y que te guiarán a la paz más grande que hayas conocido jamás. Tengo una lista para cada persona. Hay gente que necesita más y otra menos. Todo depende de en qué medida hayan complicado su existencia”. La idea de algo maravilloso abre las puertas del corazón de Christine a la esperanza, y a una imagen nueva de Dios que es la que ella buscaba sin saber, un Dios que no fuera para gente perfecta, sino que aceptara y la amara con todas sus limitaciones; le parecía oír: “Christine, tu mente puede llegar a entender muchas cosas maravillosas. No derroches tu capacidad concentrándote en antiguos resentimientos o pensamientos negativos. Hay mucho bueno ahí fuera que puedes aprender. Confía en mí. Créeme. Tenemos mucho que hacer pero no representará un esfuerzo, te lo prometo. Será absolutamente maravilloso”.
Y entendió que su “lista” comenzaba así: “éste es el primero de tus mandamientos personales. ‘No levantes muros: aprende a traspasarlos’”. Y Christine rezó otra vez: “supongo que quizá he levantado algunos muros bastante sólidos a lo largo de los años. Ya sabes, muros que te han dejado fuera a ti. Muros que me impiden creer en ti, aunque estés aquí mismo, delante de mí. Y también he utilizado esos muros para mantener a raya a otra mucha gente… y me gustan mis muros. Me han protegido. También han impedido que me hicieran daño”. Y le pareció oír: “y también han mantenido mucho miedo encerrado dentro. Es por eso por lo que son tan peligrosos. Te impiden ver lo que es real.
-Vale -admití-, pero ¿qué es eso de traspasarlos? ¿Estás diciendo que tengo que derrumbar esos muros a los que tantos años he dedicado, hasta construirlos a la perfección?
– No –volvió a entender -. Eso sería demasiado trabajoso. Es más sencillo saltar por encima de ellos. Ya sabes, funcionar a pesar de ellos. Es simple: ignorarlos. No es tan duro como piensas. La parte difícil es aprender a no construir más. Concéntrate en superarlos por muy aterrador que a veces te resulte… sé que no es fácil -susurró-, pero es la única posibilidad que tienes si quieres que tu vida cobre algún sentido”. Y ella, que “deseaba con desesperación creer en él pero no quería volver a sufrir un desengaño” como tantas veces en la vida, dijo: “de acuerdo -lloriqueé-. Me rindo.” (55). Y añadió: “siempre me ha asustado tanto la posibilidad de que no existieras -admití entre lágrimas.
-Eso es porque yo te daba miedo y lo más cómodo era no creer.
-Pero no paraban de suceder cosas dolorosas en mi vida y siempre me sentía abandonada por ti -repliqué- . Parecía lo más lógico culparte de todo lo que salía mal…
-Haz un esfuerzo por comprender que cuando me culpas de las cosas, en realidad te estás culpando a ti misma. Recuerda, yo soy tú y tú eres yo. Estamos conectados para siempre y nunca te voy a abandonar, por mucho que intentes desterrarme de tu vida…
Las tenues arrugas de viejas heridas y desengaños pasados se habían borrado y algo indefinible y hermoso emanaba de mis ojos. Me quedé sin habla y él soltó una risa ahogada al comprobar mi asombro.
-Te acostumbrarás a ello -sonrió-. Se llama paz.” (56).
“¿Volveré a verte? -Pregunté con sin asomo de timidez…
-¿Lo ves? ¡Acabas de hacerlo!
-¿Hacer el qué?
-Traspasar tu primer muro, sin tan siquiera darte cuenta. Has preguntado si volverías a verme. Sé que en circunstancias normales no harías eso con ningún hombre, aunque te estuvieras muriendo de ganas. Son muros como ésos lo que te han estado matando lentamente” (57).
“-Entonces hay esperanza para mí -dije medio en broma.
-Siempre la ha habido -respondió él en serio” (58).
Y se dedica a poner en práctica el mandamiento, y cuando aprende a vivirlo, entonces él vino, y –sigue contando ella- “recitó el mandamiento número dos:
-‘Vive cada momento de tu vida, pues todos son preciosos y no debes malgastarlos’.
Permanecí en silencio durante unos instantes. Sin duda ése era un mandamiento muy apropiado para mí. Acababa de ‘malgastar’ muchos momentos preciosos esperando una llamada de Joe. No quise ni pensar en la de veces que había hecho eso mismo a lo largo de los años… me había perdido un montón de puestas de sol y brisas veraniegas y había distraído mi atención de muchísimas cosas bellas que sucedían en torno a mí en cada momento. Si esas dos últimas semanas se convirtieran en momentos, probablemente habría cometido un pecado mortal.
-Intenta no pensar en función de pecados -oí que Joe me decía con dulzura en el oído-. Estás aquí para aprender, no para reconcomerte con el sufrimiento pasado. Olvida todo el asunto del pecado… limítate a vivir ese preciso momento, e intenta amar lo que ves” (66; es obvio que la referencia al pecado es un error basado en el sentimentalismo de pensar que el remordimiento por el pecado es una estructura, ya sabemos que Jesús nos enseña no a tapar el remordimiento, que queda dentro y se pudre, sino a transformarlo en arrepentimiento, por amor llegar al perdón).
“Ejercitarme en la habilidad de vivir el momento era una tarea muy difícil para alguien como yo que quiere saber si alguna vez se casará o tendrá hijos o perderá cinco kilos o se comprará una casa o como mínimo un apartamento. Lo admito, pienso en el futuro. Siempre había pensado que ésa era la forma adecuada de vivir. Constituía mi idea de la responsabilidad. Pero si iba a empezar a vivir el momento, tendría que acometer una serie de cambios que parecían lejos de producirse” (p. 66). Le anima a pensar “cosas del mundo en las que no has reparado antes. No hace falta que sean importantes. Concéntrate en lo sencillo. Ya sabes, fenómenos cotidianos que tienes tendencia a dar por sentados y que has dejado de valorar. Luego quiero que riegues las plantas y pienses en el modo en que absorben el agua y cómo el agua las conserva verdes y flexibles…” (67).
En su trabajo de enfermera, comenzó a disfrutar donde antes se aburría: “me dejaba pasmada que un abdomen fuera cortado con el escalpelo y un día y al siguiente la piel se hubiera cerrado sobre la herida… empecé a contemplar esas recuperaciones como pequeños milagros en vez de como una aburrida y penosa rutina, y me sentí privilegiada por formar parte de todo ello. Sobre todo, comencé a apreciar y admirar la buena salud y bienestar del que yo gozaba” (73).
Entonces Joe le habla del tercer mandamiento: “cuida de ti misma ante todo y sobre todo. Pues tú eres yo y yo soy tú, y cuando cuidas de ti, cuidas de mí. Juntos, nos cuidamos el uno al otro” (76). Y le habla de “trasplantarse”. Ella, que vivía en un sitio lujoso para mantener un “status” social y pescar novio y para eso trabajaba muchas horas y “no vivía”; y estaba muy preocupada por el aspecto que ofrecía y todo esto… se fue a vivir en una casita al lado del mar, y trabajó menos horas, y aprendió a vivir…
Le dijo Joe que “el amor propio es la raíz de todos tus problemas. Renuncia al ego y dejarás sitio sólo a la felicidad… y quizá también a algunas de tus ropas -añadió jocoso” (89). Le hace un “expolio” de la ropa que no usa, y mucha parte de su vestuario fue a parar a la pila de desecho, para conseguir la pobreza de espíritu.
“Cuando sepas con exactitud quién y qué eres, con todos tus defectos y cualidades, entonces no tendrás que gastar tiempo y energía tratando de ser distinta. Y el siguiente paso será aceptar tus defectos y ahondar en tus virtudes, y amar todo lo que constituye tu persona: igual que yo te amo” (99-100). Y la que había malgastado tanto tiempo en aventuras con hombres, “ahora entendía. Eso era verdadero amor, la clase de amor que siempre había estado buscando y que había estado en mí misma durante todo ese tiempo. Aquella revelación empezó a precipitarse por todo mi cuerpo como un bolo de epinefrina inyectado a través de un tubo intravenoso. ¡Tantas penalidades! ¡Tanto amor no correspondido en relaciones anteriores! Lo absurdo de todo aquello se extendía a mi vista con absoluta claridad… Lo que contaba era permitirme sentir algo auténtico, querer de verdad sin necesidad de recibir algo a cambio…” (101).
“-¿Ves?, desde el principio era tu amor propio lo que te impedía amar. No querías dar nada a menos que te garantizaran algo a cambio. Aún no sabías que el verdadero placer está en dar” y cuando ella le pregunta por “la gente codiciosa que toma todo lo que tú tienes para ofrecer pero que nunca devuelve nada”, le dice Joe: “no pueden aprovecharse de algo que tú no les das -contestó-. Dales tu amor pero no les entregues tu persona. Eso sólo te pertenece a ti” (101) y le pasa a hablar del matrimonio y del verdadero significado del amor. Le dice que cuando ella quiera “pescar” a alguien, no finja sino que exprese su verdad, y esto en todas las demás cosas: “tienes que actuar de corazón -dijo-. Sé tú misma, sin más. Utiliza tu verdadera personalidad. Empieza por las cosas con las que de verdad disfrutas, hazlas cada día, varias veces al día si te apetece. Ponte la ropa con la que te sientes más a gusto, sé más tú misma. Escucha la clase de música que de verdad te conmueve. Confía en que tu cuerpo te diga qué comer en vez de seguir una dieta demencial. Finalmente, un hombre de espíritu comprensivo captará todas las vibraciones que emanan de tu espíritu rebosante y ¡BAM!… ahí lo tendrás, no se sabe cómo, en la puerta de tu casa. Es así de simple” (104).
Y cuando ella descubre el “tipo de amor que… no pedía nada a cambio… por primera vez en mi vida, experimentaba algo genuino, sin trampa ni cartón…. el amor verdadero… de repente, me sentí desbordada por mi propia identidad. Me invadió un amor magnánimo por mí misma. No importaba qué aspecto tenía o qué conseguía en la vida, ¡ME QUERÍA A MÍ MISMA! Por primera vez. Por fin” (115).
Al final, le deja Joe de recuerdo una lista de mandamientos, un medallón en el que hay 7, pero sólo 6 escritos: “1. No levantes muros, pues son peligrosos. Aprende a traspasarlos.
Vive el momento, pues cada uno es precioso y no debe malgastarse.
Cuida de tu persona, ante todo y sobre todo.
Prescinde del amor propio. Muéstrate tal y como eres, dando tu amor pero sin renunciar a ti misma.
Todo es posible en todo momento.
Siente el fluir universal (esto lo dejo, pero para que sirva debe entenderse en cuanto que Dios está en nosotros, y por eso todos estamos interconexionados, todos bien unidos porque Jesús se ha unido a mí). Cuando alguien da, recibir es un acto de generosidad. Pues en esa entrega, siempre se gana algo” (127).
Y en la despedida le dijo Joe: “no tienes que inquietarte por nada -me tranquilizó mientras me enjugaba una lágrima por última vez-. No voy a dejarte con las manos vacías. Hay tantas cosas buenas que van a sucederte que ni siquiera te puedes hacer una idea. Sólo tienes que prometerme que estarás siempre receptiva y que nunca volverás a ponerme en duda ni olvidarás este tiempo que hemos estado juntos” (128-129).
Al final, como en los cuentos de hadas la historia acaba bien: un día escucha un famoso cantante, que a ella le “chifla”, y sin ella esperarlo comienzan a salir juntos… Cuando va con él en moto se asombra al ver que él lleva un medallón colgada al cuello, en el que también hay escrita una lista de mandamientos; y el último es el que a ella le falta; dice: “7. Ten paciencia y confía en que la encontrarás, pero sólo cuando ella esté preparada” (133). Entonces es cuando él le dice: “-¿Preparada? -preguntó con dulzura.
-Preparada -susurré, sabiendo que nunca me había sentido tan segura de algo en toda mi vida” (133).