La locura y rabia, primera reacción (La pérdida del ser querido)

Clive Staples Lewis (Belfast 1898-Oxford 1963), profesor de Oxford y Cambridge, escritor de casi todas las temáticas posibles y un buen apologeta, sufre en su carne el zarpazo del sufrimiento: la muerte de su esposa, y decía que la muerte de los amigos le desnudaba como un árbol que pierde hojas, pero que la pérdida de su amada fue algo mucho peor, que fue el hacha que cayó sobre la base del árbol, hiriéndolo en su raíz, a fondo, en la profundidad de su alma. En el libro Una pena observada, cuenta como perdió a su mujer y quiso anotar en un cuaderno sus propias reacciones, y observar las primeras reacciones de desconcierto, rabia, protesta airada, y las sucesivas, hasta el final, cuando el ser querido vuelve al fin como apacible y amorosa compañía invisible, pero –decía Lorenzo Gomis- «para que ese proceso llegue a su término hace falta tiempo y a veces ayuda. Recuerdo que mi abuela decía: ‘cuando perdí mi costat…’ El marido, la pareja, era en vieja expresión popular el costado, y cuando el costado, el apoyo, la compañía falta se nota el hueco, el vacío». Y es que «la muerte es el termómetro del amor». Sobre todo nos impactan las experiencias de la muerte de los demás, entonces tomamos en un sentido nuevo, más auténtico, la muerte. Cuando una madre pierde un hijo, es la expresión máxima de esta verdad.

Cuando aquella madre perdió a su hijo único en accidente de coche, se deshizo la familia. El marido siguió trabajando de jardinero, pero tuvo que abandonar la casa. La mujer ya no lo quiso, no lo aceptó. Y es que nuestras estructuras psicológicas pueden quedar “averiadas” ante un trauma fuerte. De ahí que sin que sea una droga, usemos nuestro instinto espiritual pues lo necesitamos, nos abandonemos en Dios: nos abramos al misterio, al Absoluto que llamamos Dios. Esta apertura a la trascendencia no nos quita el sufrimiento, pero le da un sentido, y nos hace sufrir menos, da razón de nuestra esperanza, «porqué, entre el absurdo y el misterio, he optado por el misterio» (Jean Guitton). ¿No nos parece absurdo que una persona desaparezca, y caiga en el vacío y quede destruido el amor que tenía, y la nobleza, la rectitud de vida, su inteligencia, el afán de eternidad…?, ¿No es mejor optar por el misterio, que da sentido y reordena todo esto que no conocemos? Guitton, como todo creyente, opta decididamente por el misterio.

Pierre Chaunu como historiador decía que «se puede pronunciar el discurso de la muerte-caída en el vacío, que es el discurso de la absurdidad total, pero ningún grupo humano no lo puede asumir durante mucho tiempo y sobrevivir”. El homo sapiens «vive la muerte de los seres amados en un horizonte de inmortalidad. Para el cristiano, este misterio tiene un rostro, y un rostro humano. Es Jesucristo». Y la Iglesia es el cuerpo místico de Jesús, comunión en este Cuerpo del que Jesús es cabeza, y todos unidos, inter conexionados en el espacio y tiempo… morir es sólo cambiar de casa, es una fiesta de vida. No nos bastaría pedir un deseo mágico de 90 años más de vida a un mago, y un segundo deseo de otros 90, porque en realidad no queremos años, lo que ansiamos es la eternidad, mirar hacia el cielo, «el mediodía, que es la eternidad» (S. Juan de la Cruz). No una sala de aburrimiento que a veces nos han pintado, sino un instante mágico, fuera de las coordenadas vitales de espacio y tiempo, donde hay todo lo que nos llena en esta vida y aquello que nos gustaría gozar. Y «cuando se imagina la muerte como la puerta de escape a la eternidad, se entrevé algo a la luz de la esperanza».

Ante el dolor, que es inevitable y que constituye parte integrante de la existencia humana, hay que descubrir su sentido, su «porqué» y, entonces, no resultará tan incisivo. No hay nada tan demoledor como sufrir y no saber por qué se sufre, y no hay nada tan liberador como encontrar la verdad, con el conocimiento de la finalidad —que siempre existe— del dolor. Julián Marías afirma: “C. S. Lewis es, sin duda, el que prefiero entre los autores británicos de nuestro siglo… Y acaso llegó en estas páginas al fondo de sí mismo, y no es casual, porque en ellas entra en últimas cuentas con quien había sido y era todavía, en la radical experiencia del amor, el sufrimiento y la esperanza”. Anagrama (Barcelona 1998) lo presenta en el excelente castellano de Carmen Martín Gaite, cuando ella también tuvo cerca el dolor): es un valiente enfrentamiento con lo más íntimo y recóndito de nuestros sentimientos ante el sin sentido aparente de la muerte de la persona amada.

“El dolor es un ensayo de la muerte”, dirán Héroes del silencio en una canción. Y afirma Lewis que el dolor físico puede ser mucho más fuerte que el moral, que el cuerpo aguanta mucho más porque la mente es capaz de distraerse en otras cosas: no estoy de acuerdo, pues hay gente que –incapaz de resolver el tema- se vuelve deprimida o loca. Pero la idea del castillo de naipes que todo dolor desmonta es muy gráfica y real. Y quiere buscar el autor un sentido benévolo del dolor, contemplando a Dios no como el Sádico sino como un cirujano que “cuanto más acendradas sean su bondad y su esmero, más inexorable se mostrará en manejar el bisturí. Si cediese a nuestras súplicas, si interrumpiese la operación antes de darla por concluida, todo el dolor padecido hasta ese momento no habría servido para nada. Pero ¿es posible creer que una tortura llevada a tales extremos le venga bien a nadie? En fin, cada uno que piense lo que quiera. Las torturas tienen lugar. Si son innecesarias, es que no existe Dios o que el que hay es malo. Si existe un Dios bienintencionado, será que esas torturas son necesarias. Porque ningún Ser medianamente bueno podría inflingirlas o permitírselas, si hubiera otro remedio”. Así, nos encontramos con una visión del dolor como un instrumento en manos de Dios por el que nos dice –parafraseando a Salinas- “quiero sacar de ti tu mejor tú”, en el sentido de un dentista que necesita molestar para encontrar la perfección. O mejor –como indica san J. Escrivá, en un tono que recuerda al escultor Miguel Ángel- el dolor es el martilleo del artista divino que quiere quitar a golpe de cincel lo que sobra, para sacar de nosotros otro Cristo.

Muchas veces decimos “ojalá hubiera muerto yo en vez de…” y dice Lewis que “no se puede saber hasta qué punto va en serio esta oferta, porque en realidad no se ha apostado nada. Si de repente ‘sufrir en vez de ella’ se convirtiera en una posibilidad real, entonces por primera vez nos daríamos cuenta de la importancia de su significado. ¿Se nos ha permitido esto alguna vez? Se le permitió a una Persona, según nos han contado, y me doy cuenta de que ahora puedo volver a creer que Él hizo en nombre de otro todo lo que es posible hacer en ese sentido. Y Él contesta a nuestro balbuceo: ‘No puedes y no te atreves. Yo pude y me atreví’”. Es el sentido del martirio, y de la Cruz de Jesús, el sentido del Amor, que consuela nuestro dolor como veremos en otro lugar.

¿Qué experimenta el hombre ante el dolor, qué piensa en su conciencia? C. S. Lewis había escrito 20 años antes el ensayo El problema del dolor, en un esfuerzo intelectual por esclarecer este misterio. Pero cuando lo experimentó en su piel, todo fue distinto, ya no era algo enigmático sino sufrido, y el diario que redactó a raíz de la muerte de su esposa Joy Davidman proclama este lamento sufriente: «Cada día no sólo vivo en pena, sino pensando lo que es vivir en pena». No sirve ninguna estrategia para que el dolor no duela. Lo único que está en sus manos es tratar de dar sentido al dolor que necesariamente ha de ser padecido. Los primeros días, hay rebeldía: tambalean las convicciones religiosas más profundas: «sentimientos, sentimientos, sentimientos. Vamos a ver si en vez de tanto sentir puedo pensar un poco… yo sabía que estas cosas, y otras de peores, ocurren a diario. Y habría jurado que contaba con ello. Me habían advertido –y yo mismo estaba sobre aviso- que no contara con la felicidad terrenal. Incluso ella y yo nos habíamos prometido sufrimientos… Claro, que es diferente cuando una cosa así le pasa a uno y no a los demás, cuando pasa en realidad, no a través de la imaginación”. Es un replantearse todo desde la presente situación: “Sí, pero a pesar de todo, ¿puede suponer una diferencia tan enorme para un hombre en sus cabales? No. Ni tampoco para un hombre cuya fe no fuera de pacotilla y al que de verdad le importaran los sufrimientos ajenos. La cuestión está bien clara. Si me han derribado su casa de un manotazo es porque era un castillo de naipes, y yo no lo sabía”. La sensación de pequeñez y desnudez es total: “La fe que ‘contaba’ con todas estas cosas no era fe, sino simplemente imaginación… si a mí me hubieran importado –como creí que me importaban- las tribulaciones de la gente, no me habría sentido tan disminuido cuando llegó la hora de mi propia tribulación. Se trataba de una fe imaginaria jugando con fichas inocuas donde se leía ‘enfermedad’, ‘dolor’, ‘muerte’ y ‘soledad’. Me parecía que tenía confianza en la cuerda hasta que me importó realmente el hecho de que me sujetara o no. Ahora que me importa, me doy cuenta de que no la tenía…” y entonces es una prueba de fe: «es muy fácil decir que confías en la solidez y fuerza de una cuerda cuando la estás usando simplemente para atar una caja. Pero imagínate que te ves obligado a agarrarte a esa cuerda suspendido sobre un precipicio…». A propósito del ejemplo de la cuerda, pienso en alguna ascensión de escalada artificial, en la que me he visto colgado de la cuerda en un momento de descanso, sólo de una cuerda, y el pensamiento de que estoy pendiente de un hilo ha venido a mi cabeza repentinamente. El pensamiento de la muerte convierte a Dios en un presupuesto necesario, deja de ser una hipótesis innecesaria cuando no pienso en teoría sino en “mi muerte”.

Luego, con los días y semanas, va abriéndose una luz en la noche: «conviene entenderlo a derechas. Dios no ha estado ensayando un experimento sobre mi fe o mi amor con vistas a poner en claro su calidad. Esta calidad ya la conocía Él. Era yo quien no la conocía… Él siempre supo que mi templo era un castillo de naipes. Su única manera de metérmelo en la cabeza era desbaratarlo». No es muy exacto lo que dice, pero refleja el estado en que uno está dolido y se plantea el “por qué”. Es la hora de la verdad, ensayada y preparada en el tiempo, en el ejercicio de pequeñas cosas: “los jugadores de bridge me dicen que tiene que haber algún dinero circulando en juego porque si no ‘la gente no se lo toma en serio’. Parece que esto también es algo así. Se puede apostar por Dios o por la negación de Dios… depende de lo que se haya expuesto en el envite el que éste sea serio o no lo sea. Y nunca se entera uno de lo serio que era hasta que las apuestas se disparan a una altura horrible; hasta que se da uno cuenta de que no está jugando con fichas o con calderilla, sino que lo que está en juego es hasta el último penique que puede llegar a adquirirse en el mundo”. Es la hora de la prueba real… experimenta el dolor como miedo, como tedio y también como rebeldía frente a Dios. El sufrimiento ha convertido su vida en un «callejón angosto» y en un sinsentido. El dolor tiñe la vida con una sensación de permanente provisionalidad: «Antes nunca llegaba a tiempo para nada, ahora no hay nada más que tiempo, tiempo en estado casi puro, una vacía continuidad». Hay sensación de egoísmo, y que eso es «justo lo que no debe ser… Me he quedado horrorizado. Por la forma en que he venido hablando, cualquiera tendría derecho a pensar que lo que más me importa de la muerte de H. son sus efectos sobre mí mismo». La realidad queda deformada cuando se observa así, el sentimiento la ve como el palo metido en el agua que aparece torcido, algo sin sentido. Y la confianza va entrando en el alma: «Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta de cerrojo echado…

Vayamos al fondo de la cuestión: ¿Se debe necesariamente sufrir?, ¿el dolor es inevitable?: es algo que «no somos capaces de entender», dice que en cualquier caso «Dios nos hace daño solamente por nuestro bien», dice Lewis, pero en realidad también aquí hemos de corregirle, pues no es Dios quien lo quiere sino que lo permite. Se ha hablado mucho de que Dios envía enfermedades o desgracias y que es una forma de castigar, pero no podemos hablar así, eso no se corresponde con lo que sabemos de Dios, más bien lo que sabemos es que deja que pasen las circunstancias diversas o las consecuencias de la libertad, pero no lo dejaría si no sacara de aquello –sea lo que sea- un bien, si estamos abiertos a su amor, y en la oración vemos las cosas como Él las ve. Aguantar es la única actitud ante el dolor, pero se lleva mejor cuando intuimos un sentido en la esperanza de que se nos revelará el “por qué” más tarde. «Más de una vez tendremos aquella impresión que no logro describir más que como una risa sofocada en la oscuridad. La sensación de que una simplicidad apabullante y desintegradora es la verdadera respuesta»: cuando la vida parece absurda, en medio de la profunda soledad sufriente, hay «una forma especial de decir: no hay respuesta. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza, no a manera de rechazo sino esquivando la cuestión. Como diciendo: Cállate, hijo, que no entiendes»… y vemos que no estamos solos, vamos con Jesús en la Cruz camino de la resurrección. ¿Es esta la respuesta?

 

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