Cuenta Bucay del alpinista, desesperado por conquistar el Aconcagua que inició su travesía después de años de preparación, pero quería la gloria para él solo: por lo tanto, subió sin compañeros. Se le hizo tarde, no se preparó para acampar, decidido a llegar a la cima y le oscureció. La noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña, ya no se podía ver absolutamente nada. Todo era negro, sin visibilidad, no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las nubes. Cansado, por un acantilado, se resbaló y se desplomó por los aires… cayó rápido, pero esos momentos se hicieron largos: podía ver veloces manchas oscuras que pasaban en la misma oscuridad y la terrible sensación de ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo… y en esos angustiantes momentos, le pasaron por su mente gratos y no tan gratos momentos de la vida, y sintió el tirón fuerte… Sí, como todo montañero, estaba asegurado, y las cuerdas tienen elasticidad, aguantan hasta 10 toneladas…
En esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar: «ayúdame, Dios mío…» De repente una voz grave y profunda de los cielos le contestó: «¿qué quieres que haga?»
-«Sálvame, Dios mío.”
-«Si confías en mí, corta la cuerda que te sostiene…”
Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda y reflexionó…
Cuenta el equipo de rescate que por la mañana encontraron colgado a un alpinista congelado, medio muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda… a dos metros del suelo…
Y concluye Bucay: “… ¿Y tú?… ¿Qué tan confiado estás de tu cuerda?… ¿Por qué no la sueltas? Y yo digo, a veces no soltar es la muerte. A veces la vida está relacionada con soltar lo que alguna vez nos salvó. Soltar las cosas a las cuales nos aferramos intensamente creyendo que tenerlas es lo que nos va a seguir salvando de la caída. Todos tenemos una tendencia a aferrarnos de las ideas, a las personas y a las vivencias. Nos aferramos a los vínculos, a los espacios físicos, a los lugares conocidos, con la certeza de que esto es lo único que nos puede salvar. Creemos en lo «malo conocido» como aconseja el dicho popular. Y aunque intuitivamente nos damos cuenta de que aferrarnos a esto significará la muerte, seguimos anclados a lo que ya no sirve, a lo que ya no está, temblando por nuestras fantaseadas consecuencias de soltarlo.
Cuando hablamos del camino de las lágrimas hablamos de aprender a enfrentarnos con las pérdidas desde un lugar diferente. Quiere decir no sólo desde el lugar inmediato del dolor que, como dijimos, siempre existe, sino también desde algo más, desde la posibilidad de valorar el recorrido a la luz de lo que sigue. Y lo que sigue, después de haber llorado cada pérdida, después de haber elaborado el duelo de cada ausencia, después de habernos animado a soltar, es el encuentro con uno mismo. Enriquecido por aquello que hoy ya no tengo pero pasó por mí y también por la experiencia vivida en el proceso. Pero es horrible admitir que cada pérdida conlleva una ganancia”. Esto es difícil entender, cuando uno está sujeto a emociones que aparecen como la única verdad, pero luego cuando más negra es la noche “amanece Dios”. Así, hay como una revelación en cada persona y en cada acontecimiento, la vida es como un camino en el que vamos encontrando las pruebas cuando estamos preparados, para continuar en la misión, es como un ir descubriendo el sentido de la vida, del por qué de las cosas. Así, los fracasos, el dolor, las penas, nos van preparando para algo a lo que antes no serviamos, como el gusano que en el crisol del dolor, se transforma en mariposa…
“Que cada dolor frente a una pérdida terminará necesariamente con un rédito para mí. Y sin embargo no hay pérdida que no implique una ganancia, un crecimiento personal”. Para algunos sufrimos porque hay algo deseado que no tenemos, porque algo estamos perdiendo, porque creemos que para algunas cosas ya es tarde. Por ejemplo, decía Buda que el sufrimiento tiene una sola raíz y esa raíz es el anhelo. Y el anhelo al que Buda refiere es el deseo. Y como esto es la raíz del sufrimiento, el sufrimiento tiene solución. La solución es dejar de desear. Deja de pretender tener todo lo que quieres y el sufrimiento va a desaparecer. El sacerdote jesuita Anthony De Mello jugaba a veces en sus charlas: – ¿Quieres ser feliz? Yo puedo darte la felicidad en este preciso momento, puedo asegurarte la felicidad para siempre. ¿Quién acepta? Y varios de los presentes levantaban la mano… – Muy bien -seguía De Mello- Te cambio tu felicidad por todo lo que tienes, dame todo lo que tienes y yo te doy la felicidad. La gente lo miraba. Creían que él hablaba simbólicamente. – Y te lo garantizo –confirmaba -No es broma. Las manos empezaban a descender… y él decía: -Ah… No quieren. Ninguno quiere. Y entonces él explicaba que identificamos nuestro ser felices con nuestro confort, con el éxito, con la gloria, con el poder, con el aplauso, con el dinero, con el gozo y con el placer instantáneo. No parecemos dispuestos a renunciar a nada de lo deseado. Aunque sabemos que gran parte de nuestro sufrimiento proviene de lo que hacemos diariamente para tener estas cosas, nadie consigue hacernos creer que si renunciamos a esto dejaríamos de sufrir”.
Y sin embargo esto no está tan claro. Esta postura no es humana, porque basa ser feliz en la ausencia de vínculos, en no tener corazón. Tiene algo de verdad, claro: “Somos como el alpinista, aferrados a la búsqueda de las cosas como si fuera la soga que nos va a salvar. No nos animamos a soltar este pensamiento porque pensamos que sin posesiones lo que sigue es el cadalso, la muerte, la desaparición. Y entonces no hay ninguna posibilidad de dejar de sufrir, porque esta idea, la de soltar las cosas para recorrer el camino más liviano, es desconocida. Sabemos que lo conocido nos ocasiona sufrimiento pero no estamos dispuestos a renunciar a ello. Todo esto genera en nosotros una cierta contradicción. Porque nos es imposible dejar de desear y también es imposible poseer infinitamente y para siempre todo lo que deseo. No somos omnipotentes, ninguno de nosotros puede ni podrá jamás tener todo lo que desea”.
Cuando no tenemos a alguien presente, lo seguimos llevando dentro, vive en nuestro corazón. No es el tener y el perder lo que nos hace felices o infelices, pues son parte de la vida, sino la actitud que tenemos ante la vida, eso es lo que puede o no hacer que nuestra vida sea considerada feliz.
Sigue Bucay: “Vivir esos cambios es animarnos a permitir que las cosas dejen de ser para que den lugar a otras cosas nuevas. Elaborar un duelo es aprender a soltar lo anterior. Sin embargo, si tengo miedo de las cosas que vienen y me agarro de las cosas que hay, si me quedo centrado en las cosas que tengo porque no me animo a vivir lo que sigue, si creo que no voy a soportar el dolor que significa que esto se vaya, si voy a aferrarme a todo lo anterior… Entonces no podré conocer, ni disfrutar, ni vivir lo que sigue”. Claro que cuando uno pierde cosas que quiere, siente que le duele y a veces sufre mucho por lo que no está. “El peligro está en que me aferre a personas o cosas del pasado, de mi infancia, que yo me quedara pensando en lo lindo que fue ser niño, o que me quedara aferrado a la época cuando era un bebé y mi mamá me daba la teta y se ocupaba de mí y yo no tenía nada que hacer más de lo que tuviera ganas, o me quedara aferrado, dentro del útero de mi mamá, pensando que este estado supuestamente es ideal.
”Imagínate que me quedara en cualquier etapa anterior a mi vida, que decidiera no seguir adelante. Imagínate que decidiera que algunos momentos del pasado han sido tan buenos, algunos vínculos han sido tan gratificantes, algunas personas han sido tan importantes, que no los quiero perder y me agarro como a una soga salvadora de estos lugares que ya no estoy.
”Esto no serviría, esto no sería bueno para mí ni para nadie.
”Seguramente moriría allí, paralizado. Y sin embargo, dejar cada uno de estos lugares fue doloroso, dejar mi infancia fue doloroso, dejar de ser el bebé de los primeros días fue doloroso, dejar el útero fue doloroso, dejar nuestra adolescencia fue doloroso. Todas estas vivencias implicaron una pérdida, pero gracias a haber perdido algunas cosas hemos ganado algunas otras. Puedo poner el acento en esto diciendo que no hay una ganancia importante que no implique de alguna forma una renuncia, un costo emocional, una pérdida. Esta es la verdad que se descubre al final del camino de las lágrimas: Que los duelos son imprescindibles para nuestro proceso de crecimiento personal, que las pérdidas son necesarias para nuestra maduración y que ésta a su vez nos ayuda a recorrer el camino: madurar es aprender a soltar; aprender a soltar es madurar. En la medida en que yo aprenda a soltar, más fácil va a ser que el crecimiento se produzca; cuanto más haya crecido menor será el desgarro ante lo perdido; cuanto menos me desgarre por aquello que se fue, mejor voy a poder recorrer el camino que sigue. Madurando seguramente descubra que por propia decisión dejo algo dolorosamente para dar lugar a lo nuevo que deseo”.
-Gran maestro -dijo el discípulo-, he venido desde muy lejos para aprender de ti. Durante muchos años he estudiado con todos los iluminados y gurús del país y del mundo y todos han dejado mucha sabiduría en mí. Ahora creo que tú eres el único que puede completar mi búsqueda. Enséñame, maestro, todo lo que me falta saber. Badwin el sabio le dijo que tendría mucho gusto en mostrarle todo lo que sabía pero que antes de empezar quería invitarlo con un té. El discípulo se sentó junto al maestro mientras él se acercaba a una pequeña mesita y tomaba de ella una taza llena de té y una tetera de cobre. El maestro alcanzó la taza al alumno y cuando éste la tuvo en sus manos empezó a servir más té en la taza que no tardó en resbalarse. El alumno con la taza entre las manos intentó advertir al anfitrión: -“¡Maestro,… maestro!” Badwin como si no entendiera el reclamo siguió vertiendo té, que después de llenar la taza y el plato empezó a caer sobre la alfombra. –“¡Maestro –gritó ahora el alumno-, deja ya de echar té en mi taza! ¿No puedes ver que ya está llena?” Badwin dejó de echar té y le dijo al discípulo: -“Hasta que no seas capaz de vaciar tu taza no podrás poner más té en ella. Hay que vaciarse para poder llenarse. Una taza, dice Krishnamurti, sólo sirve cuando está vacía. No sirve una taza llena, no hay nada que se pueda agregar en ella. Manteniendo la taza siempre llena ni siquiera puedo dar, porque dar significa haber aprendido a vaciar la taza”.
¿Qué es vaciarme? Tengo que aprender a mostrarme vulnerable, a admitir aquel vacío, que todo ha cambiado, que ya no está. “Voy a tener que deshacerme del contenido de la taza para poder llenarla otra vez. Mi vida se enriquece cada vez que yo lleno la taza, pero también se enriquece cada vez que la vacío… porque cada vez que yo vacío mi taza estoy abriendo la posibilidad de llenarla de nuevo.
Toda la historia de mi relación con mi crecimiento y con el mundo es la historia de este ciclo de la experiencia del que ya hablamos. Entrar y salir. Llenarse y vaciarse. Tomar y dejar.
Vivir estos duelos para mi propio crecimiento. Aunque no siempre el proceso sea fácil, aunque no siempre esté exento de daño…”
Del mismo modo, cuanto mayor sea el apego que siento a lo que estoy dejando atrás, cuanto más poderoso sea el pegamento, mayor será el daño que se produzca a la hora de la separación, a la hora de la pérdida…. Por eso, queda limitado el ejemplo anterior de los orientales, de Buda, de Di Mello… Si uno no ama no sufre. Porque el que ama se arriesga a sufrir.
“Nadie crece desde otro lugar que no sea haber pasado por un dolor asociado a una frustración, a una pérdida. Nadie crece sin tener conciencia de algo que ya no es”.
Sobre todo, ese soltar amarras, es un dejarse llevar por la confianza con Dios, no aferrarnos a los proyectos demasiado elaborados, dejar que la mano de Dios los rehaga, como el alfarero hace de nuevo el jarrón con el barro fresco… Él sabe más, Él nos lleva a todos, nos dice como a Pedro: “sígueme”. Aquello que perdemos ahora, nos lo dará con creces, 100 veces más.
Madurar siempre implica dejar atrás algo perdido, aunque sea un espacio imaginario. Elaborar un duelo es abandonar uno de esos espacios anteriores (internos o externos), siempre más seguros, más protegidos, previsibles. Dejarlos para ir a lo diferente. Pasar de lo conocido a lo desconocido. Esto, irremediablemente, nos obliga a crecer. Que yo sepa que puedo soportar los duelos, y sepa que puedo salirme, si lo decido, me permite quedarme haciendo lo que hago, si esa es mi decisión.
Hay momentos de crisis en que nos parece que ha llegado el final, que nada vale la pena. Caen por el suelo las concepciones religiosas, como le pasó a Abraham (o a los pueblos de América con la conquista de España). En el caso de Abraham, nos han explicado que Dios le pedía que matara a su hijo. A unos padres cuesta entender a un Dios así, cuando en realidad, ahí Dios puso fin a los sacrificios humanos. Aunque la Biblia lo explica de otra manera, según lo que le pasaba por la cabeza a Abraham o a quien escribiera. Así, nosotros vemos la realidad según lo que nos pasa por la cabeza, pero la realidad decimos que es más compleja y en realidad es más completa, nunca la vemos por entero… ¿Qué quiero decir? Un comentario que hace Juan Pablo II me ayudará: “Así pues, estamos llamados a colaborar con Dios, mediante una actitud de gran confianza. Jesús nos enseña a pedir al Padre celestial el pan de cada día (cf Mt 6,11; Lc 11,3). Si lo recibimos con gratitud, espontáneamente recordaremos también que nada nos pertenece, y debemos estar dispuestos a donarlo: «A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6, 30).
”La certeza del amor de Dios nos lleva a confiar en su providencia paterna incluso en los momentos más difíciles de la existencia. Santa Teresa de Jesús expresa admirablemente esta plena confianza en Dios Padre providente, incluso en medio de las adversidades: «Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta» (Poesías, 30).
”La Escritura nos brinda un ejemplo elocuente de confianza total en Dios cuando narra que Abraham había tomado la decisión de sacrificar a su hijo Isaac. En realidad, Dios no quería la muerte del hijo, sino la fe del padre. Y Abraham la demuestra plenamente, dado que, cuando Isaac le pregunta dónde está el cordero para el holocausto, se atreve a responderle: «Dios proveerá» (Gn 22, 8). E, inmediatamente después, experimentará precisamente la benévola providencia de Dios, que salva al niño y premia su fe, colmándolo de bendición.
”Por consiguiente, es preciso interpretar esos textos a la luz de toda la revelación, que alcanza su plenitud en Jesucristo. Él nos enseña a poner en Dios una inmensa confianza, incluso en los momentos más difíciles. Jesús clavado en la cruz, se abandona totalmente al Padre: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Con esta actitud, eleva a un nivel sublime lo que Job había sintetizado en las conocidas palabras: «El Señor me lo dio; el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor» (Jb 1, 21). Incluso lo que, desde un punto de vista humano, es una desgracia puede entrar en el gran proyecto de amor infinito con el que el Padre provee a nuestra salvación”.
Hace poco leí un resumen, no sé donde, y que lo tomo prestado, lo anoto aquí seguido:
Nuestra vida forma parte de un plan divino, dentro del cual misteriosamente, aunque no lo entendamos, tiene un lugar el sufrimiento. Si primero aprendemos que “no hay mal que por bien no venga” representa una gran oportunidad para que demos frutos y lleguemos al cielo prometido.
-Nuestra vida forma parte de un plan divino… «Lo que no estaba en mis proyectos se encontraba en los proyectos de Dios. Y cuanto más a menudo se me presentan tales acontecimientos, tanto más viva se hace en mí la convicción de fe de que no existe el azar -visto de la parte de Dios-, que toda mi vida, hasta en sus menores detalles, está prevista en el plan de la providencia divina y que ella es, ante los ojos de Dios que lo ve todo, una coherencia inteligible perfecta» (Edith Stein). Esta filósofa alemana, monja carmelita y mártir, murió en Auschwitz, y tiene una gran riqueza interior sobre la “ciencia de la cruz” como se titula una de sus principales obras.
«¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mateo 10,29).
«Decid a aquellos que se escandalizan y se rebelan de lo que les pasa: todo procede del Amor, todo es dispuesto para la salvación del hombre. Dios todo lo hace con este objetivo» (Santa Catalina de Siena).
«…Colaboradores a menudo inconscientes de la voluntad divina, los hombres pueden entrar deliberadamente en el plan divino, con la actividad, con la oración y también con el sufrimiento» (Catecismo, 307).
«El fuego limpia el oro de su escoria, haciéndolo más auténtico y más preciado. Igual hace Dios con el siervo bueno que espera y se mantiene constante en la tribulación» (San Jerónimo Emiliano).
«La principal razón de la creación no fue que el hombre pudiera amar a Dios, aunque también fue creado para amarlo, sino que Dios pudiera amar al hombre, que pudiéramos convertirnos en objetos en los que el amor divino pudiera «complacerse». Pedir que el amor de Dios se contente con nosotros tal como somos significa pedir que Dios deje de ser Dios. Habida cuenta de que Dios es el que es, su amor tiene que ser dificultado y rechazado por ciertas manchas de nuestro actual carácter por imperativo de la naturaleza misma de las cosas. Y como Él nos ama previamente, tiene que afanarse por hacer de nosotros seres dignos de ser amados» (Clive S. Lewis, en «El problema del dolor»).
-Lo siguiente que hemos citado era ver que dentro del plan de Dios se encuentra el sufrimiento.
«¿Cómo estás? ¿Aun te tiendes sobre tu espalda? ¿Cuánto tiempo tendrás que seguir así? ¡Como te debe de amar el Señor para darte tanta porción de su sufrimiento! Debes de ser feliz, porque eres su elegida»
«Siento escuchar que el ruido en tu oído aun persiste, te mantiene despierta toda la noche y que los calmantes no te alivian. Así es como el Señor trata a sus amigos. Siento que la operación de tus dientes y mandíbulas no hayan tenido éxito y que te hayas tenido que operar de nuevo… Pediré al Señor que no colme sus regalos en tan rápida sucesión, ya que necesitas un descanso» (Madre Teresa de Calcuta. Fragmentos de dos cartas dirigidas a Jacqueline de Decker).
“El Señor me ha admitido al misterio de la vergüenza; es más, a esta hermana le ha concedido el privilegio de comprender, totalmente, la fuerza diabólica del mal… Me iré con mi hijo. No sé donde, pero Dios, que de repente ha roto mi mayor alegría, me indicará el camino que habré de seguir para cumplir su voluntad”. (Lucy Vetruse. Novicia, violada por los serbios junto con otras dos hermanas religiosas. Testimonio publicado en «Cataluña cristiana» que se hacía eco de «Alfa y Omega»).
«No quiero sufrir por sufrir, ni sufrir con resignación. Quiero que mi dolor sea esperanzado y no de sabor estoico. Yo me resigno al dolor porque sé que Dios me ama y cuando ahora me da esta misión es porque sabe que puedo cumplirla. Esto me llena de orgullo, pues Dios confía en mí. Espero no defraudarle.» (Anónimo. Un salesiano).
«Nada nos puede pasar que Dios no haya querido. Todo aquello que Él quiere, por malo que nos pueda parecer es, no obstante, lo que hay de mejor para nosotros» (Santo Tomás Moro. Pronunció estas palabras, consolando a su hija, poco antes de su propio martirio).
«Os quiero exponer o recordar qué es su voluntad. No os pensaseis que quiera darnos riquezas, placeres, honores, ni todos los otros bienes de la tierra. Os quiere demasiado para daros eso, y, en cambio, aprecia mucho lo que vosotras le podéis dar: ved aquí, pues, porque os quiere recompensar dignamente y os da su Reino, incluso ya desde ahora en esta vida. ¿Queréis saber como se comporta con aquellos que le piden de todo corazón que cumpla en ellos su voluntad? Pedídselo a su Hijo glorioso, que también le dirigió esta misma súplica en el huerto. Él le rezó con la firme resolución de cumplir su voluntad, y rezó con todo su corazón. Y mirad como su Padre la realizó su voluntad: entregándolo a toda clase de trabajos, dolores, injurias y persecuciones, para dejarlo, finalmente, morir sobre una cruz.
Viendo, hijas mías, qué dio a quien más amaba, podéis entender cual es su voluntad. Estos son los dones que nos hace en este mundo. Los mide según el amor que nos tiene. Da más a quien más quiere y menos a quien quiere menos, según el coraje que descubre en cada uno de nosotros y el amor que le tenemos. Aquel que le quiere mucho, ve que puede sufrir mucho por Él; pero verá que puede sufrir poco aquel que le quiere poco. Y yo estoy persuadida de que la fuerza de soportar una gran cruz o una de más pequeña tiene por medida la misma del amor» (Santa Teresa de Ávila).
«No hay que mirar de donde vienen las cruces. Siempre vienen de Dios. Ya sea un padre, una madre, un esposo, un hermano, el rector o el vicario, es Dios quien nos brinda el medio de probarle nuestro amor.»
«La cruz es el regalo que Dios hace a sus amigos» (San Juan María Bautista Vianney, «El Cura de Ars»).
«No existen errores, ni coincidencias. Todos los acontecimientos son bendiciones que se nos dan para que podamos aprender.» (Elisabeth Kübler-Ross).
«Los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras que externamente se desarrollan con aspecto próspero se hacen blandos y fangosos; sin embargo, los árboles que viven en las cumbres, agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro» (San Juan Crisóstomo).
«En la infancia de la vida espiritual, cuando comenzamos a dejarnos guiar por la mano de Dios, se percibe con fuerza e intensidad la mano que dirige: se ve con claridad qué es lo que hay que hacer u omitir, pero esto no dura siempre. Quien pertenece a Cristo tiene que vivir toda la vida de Cristo. Tiene que alcanzar la madurez de Cristo y recorrer el camino de la Cruz, hasta Getsemaní y el Gólgota» (Edith Stein).
«Dios no ama como nosotros quisiéramos que amara cuando proyectamos en Él nuestros sueños. De esa forma, sólo nos ahorraría el sufrimiento al precio de un paternalismo por el que dejaría de ser el Amor» (François Varillon, de «La humildad de Dios»).
«No es el camino que es difícil, es lo difícil que es camino» (San Juan Crisóstomo).
«Hemos de aprender a afrontar los sufrimientos, porque la mayor parte de los sufrimientos proviene de huir de ellos» (Anónimo).
«Si un día el dolor llama a tu casa, no grites, no cierres puertas y ventanas, más bien ábreselas. No digas que se ha equivocado de puerta, que no ha llegado aun tu hora y que tenía que haber ido a casa del vecino. Ábrele la puerta para que entre. Dale el lugar de honor. Siéntate a su lado. Ofrécele el sitial para el huésped esperado. Y, sobre todo, no te lamentes: tu voz te privaría de oír su palabra, si es que tiene algo para revelarte enseguida. Estate atento, porque al lado del dolor siempre está el ángel invisible y mudo que, en un momento determinado, se te aparecerá para hacerte señal de inclinar la cabeza» (Un ciego, a los diez años de serlo. Recogido por J. M. Alimbau, «Palabras para la vida»).
«Era una de las últimas noches de su estancia en este mundo. Estábamos en el hospital Ramón y Cajal. José Luis había pasado una noche que se podría calificar de espantosa, pero sin quejarse. Yo estaba sentada a su lado. De pronto le oigo decir: `Qué noche tan feliz si tú hubieras podido dormir. Me quedé sin palabras y tardé en reaccionar. ¿Qué has dicho José Luis? Y él, repitió exactamente la misma frase: `Qué noche tan feliz si tu hubieras podido dormir.´
No necesito deciros lo que yo sentí ni explicar dónde está la «cara» y donde está la «cruz» de aquella noche. La cruz para él fue que yo no durmiera; la cruz para mí fue verle sufrir. La cara para él fue el don que Dios le concedía de una inmensa paz en el dolor. La cara para mí sigue siendo, sin dudarlo, haber podido estar aquella noche a su lado y recibir la lección del amor que no se deja vencer por el dolor» (Ángeles Martín Descalzo, «Buenas noticias», sobre la muerte de su hermano José Luis).
«Jesús, pasando, vio a un hombre que era ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: – Rabí, ¿Quién pecó para que naciera ciego: él o sus padres?
Jesús respondió: – No ha sido por ningún pecado, ni de él ni de sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios…» (Juan 9,1-3).
-Sobre el siguiente apartado, lo de que las dificultades son oportunidades…
«Cuando Dios borra es que va a escribir algo» (Jacques Benigna Bossuet).
«La desgracia abre las almas a una luz que la prosperidad no sabe distinguir» (Lacordaire).
«Ha llegado el dolor… vendrá también la paz; ha llegado la tribulación… vendrá también la purificación. El oro no brilla en el crisol sino en la joya» (San Agustín).
«No soy ninguna santa y como cualquier persona tengo también momentos de debilidad. Además, creo que ni siquiera a un santo se le exige que renuncie a todas sus aspiraciones, a todas sus esperanzas y a todas las alegrías de la vida. Por el contrario, estamos en la tierra para vivir, y hay que acoger con agradecimiento todo lo bello que nos ofrece la existencia. Sencillamente, es preciso no ceder a la desesperación cuando las cosas se presentan de manera diferente de como las habíamos imaginado. Hay que pensar en lo que queda, pues, a fin de cuentas, estamos aquí sólo de visita y todo lo que hoy experimentamos con tanto dolor se revelará al final como una realidad mucho menos importante de lo que se había creído, o bien habrá tenido una significación muy distinta de la que hoy percibimos nosotros» (santa Edith Stein).
«Jesús cuenta y recoge las espinas de tu camino para cambiarlas y transformarlas en piedras preciosas con las que algún día te coronará en el cielo. ¿Qué importa sufrir en el exilio unos años para merecer una eterna felicidad?» (Santa Teresa de los Andes, carta a su padre).
«Hay muchos bienes que no existirían sin los males; la paciencia de los justos, por ejemplo, no existiría sin la malignidad de los perseguidores…» (Santo Tomás de Aquino, «Suma contra gentiles»).
«Sufrir es descender a una mina. Saber sufrir es extraer una gema de incalculable valor» (N. Salvaneschi).
Cuenta Anthony de Mello: vi en la calle a una niña aterida de frío, mal vestida y con pocas posibilidades de salir adelante: «Me enfadé y dije a Dios: ¿Porque permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para solucionarlo? Durante todo el día Dios no dijo nada. Pero llegada la noche, de repente, Dios me respondió: Ciertamente, que he hecho algo. Te he hecho a ti» (Anthony de Mello).
«Aprovecha tu enfermedad para cambiar tu manera de vivir, y descubrirás que ella, más allá del síntoma y del dolor, es una oportunidad» (María Prieto).
«Escogí, como protagonista de una novela, a una mujer con una experiencia muy limitada y muy convencional. La mujer decía `Tuve unos padres maravillosos, una infancia feliz, un matrimonio perfecto, unos hijos adorables y dinero suficiente para comprar lo que quisiera. Lo tenía todo. Apenas había sufrido. Un día su marido murió de repente. Y entonces se convirtió en un ser humano» (Doris Lessing).
Contaba Frankl que no eran los más fuertes los que superaron Auschwitz, sino los que tenían un motivo y una esperanza: mujer, hijos, tarea… sabían que si algo no les aniquilaba, les fortalecía, que si no podían esperar nada de la vida, había que ver lo que la vida esperaba de ellos, y después del infierno, queda el fruto: “la vivencia del hombre que regresa al hogar es coronada por la inefable sensación de que, después de todo lo que sufrió, ya no precisa temer a nada en este mundo, excepto a Dios” (Frankl).
Lo mismo asciende a uno y hunde a otro, gloria y ruina, santidad o desesperación, abandono en Dios o incredulidad, misterio o absurdo, ventana hacia la trascendencia o instrospección morbosa. Como dice Ionesco: “la tristeza humana, del dolor de vivir, del miedo a morir… de nuestra sed de lo absoluto”
“Nadie fue ayer, / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino / que yo voy; / para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol… / y un camino virgen Dios…
Desde que salí del infierno / y soy amigo de los ángeles / hablo de otra manera. / Esto me enseña / que me voy a morir pronto / y que estoy aprendiendo / como se debe hablar con Dios”…
Uno a quien se le murió su hermano, se decía: “cuando me cuesta alguna cosa, lo hago por mí… y por él”. En la película “El Rey león”, cuando el hijo le pregunta al rey padre si estarán siempre juntos, el padre le dice: “allá en las estrellas están los reyes que nos miran… cuando yo esté allí estaré mirándote, no te dejaré…” Hay gente que no piensa, que como en la “Montaña mágica” de Thomas Mann no tiene recursos para pensar en la muerte.