Unas palabras por Internet, que estaban pintadas en una pared en la ciudad de Oklahoma, en el lugar donde se había producido un tiroteo:
-Dije: «Dios, me duele.» Y Dios dijo: «Lo sé.»
-Dije: «Dios, he llorado tanto…» Y Dios dijo: «Para eso es que te di lágrimas.»
-Dije: «Dios, estoy tan deprimida…» Y Dios dijo: «Por eso es que te di el brillo del sol.»
-Dije: «Dios, la vida es dura.» Y Dios dijo: «Por eso es que te di a seres queridos.»
-Dije: «Dios, mi ser más querido murió… » Y Dios dijo: «El mío también.»
-Dije: «Dios, es una pérdida tan grande… » Y Dios dijo: «Vi al mío clavado en una cruz.»
-Dije: «Dios, pero tu ser más querido vive… » Y Dios dijo: «El tuyo también.»
-Dije: «Dios, duele.» Y Dios dijo: «Lo sé.»
Felicidad y sufrimiento. Me decía hace poco un chico: «cómo permite Dios que haya sufrimiento, niños abandonados, guerras sangrientas, desgracias familiares… Cuando me expliquen esto, entonces creeré en Dios». Este punto es central en la vida del hombre. El enigma del dolor y de la muerte, no sólo lo que me pasa a mí (lo individual) sino también el ajeno, provoca la gran angustia de la sociedad contemporánea (ya lo dice san Pablo, en la carta a los Romanos 8, 19-21). El dolor de todos repercute en mí, y la mente busca el sentido, y sufre más por no saber cómo responder a las preguntas ¿Qué sentido tiene el dolor, los niños que mueren, almas inocentes que sufren?
Para un cristiano, hay una relación entre la felicidad y el sufrimiento, y precisamente la señal de distinción de la doctrina de Jesús es la cruz (que es camino para la felicidad, la gloria), el sentido del dolor como salvación. Phil Bosmans, autor del «best Sellers» «El secreto de la felicidad» (más de 5 millones de ejemplares, editado recientemente en Planeta Testimonio), decía que «el único remedio para ser un poco feliz es aceptar la cruz… No es fácil, pero la cruz puede ser un signo positivo en la vida. Un signo que ayuda a ver con más claridad y a relativizar las cosas sin valor». No es fácil, y hay quien ve en esto conformismo, y se lamenta de su suerte, y envidia otras personas con menos desgracias, que se lo pasan mejor.
Los estudiosos han investigado mucho sobre la clave de la felicidad, de las motivaciones para vivir. Algunos piensan que la motivación primaria del hombre es el instinto de placer (el del sexo y diversas formas de hedonismo, como diría la escuela de Freud). Otros piensan que es el afán de poder (quien busca el dinero por encima de todo, o el poder de la política o la influencia social y la vanidad de la gloria, como diría la escuela de Adler)… Son pobres ambiciones humanas, pues esto no basta, no se trata de esto, decía Viktor Emil Frankl (+1997), creador de la psiquiatría moderna abierta a la trascendencia: la persona se mueve en la vida por la «voluntad de sentido»; es decir, que la persona no se mueve por impulsos, como por instintos empujada «desde atrás»; no, su motor «está delante», en la meta intelectualmente conocida y libremente aceptada. Me gustó la obra de Susanna Tamaro «Donde el corazón te lleve», en la que se muestra un diálogo entre una mujer madura y su nieta. Esta le dice a la abuela que se va a Estados Unidos, pues así aprovecha el tiempo y aprende idiomas. La abuela, que ve la «huida» de la chica, le dice que lo importante en la vida no es «no perder el tiempo», que no se trata de correr y hacer muchas cosas, pues la vida no es una carrera sino un «tiro al blanco», no se trata de correr más sin saber a dónde ir, sino de tener un objetivo, y estar centrado en él.
A este propósito puede venir bien la historia de una princesa triste de leyenda, que sueña felicidades extrañas asomada al ajimez del castillo. De pronto, entre las flores aparece su hada madrina y le dice:
– La felicidad va a venir por estos caminos; si logras conocerla, ve tras ella y te dará la dicha que sueñas.
Desapareció el hada después de haber tocado con su varita mágica los rosales. Y apareció un hada magnífica, adornada con todo tipo de joyas de oro y plata. La siguió la princesa anhelante y al ver que no era dichosa con ella, le preguntó:
-¿Eres tú la felicidad?
– No, contestó: soy la riqueza.
– Por eso, dijo la princesa, sentía yo a tu lado sabor de tierra despreciable en mis labios.
Y apareció enseguida otra hada cubierta con un manto de estrellas. La princesa caminó con ella, y al notar el corazón vacío, le preguntó:
-¿Eres tú la felicidad?
– No, contestó: soy la gloria.
-Por eso -dijo la princesa- sentía yo a tu lado llena de humo y de viento la cabeza.
Y apareció después otra hada, sonando cascabeles de alegría. La princesa la siguió y al ver en sus ojos una niebla triste, le preguntó:
-¿Eres tú la felicidad?
-No: soy el placer.
– Por eso -dijo la princesa- sentía yo en el alma un peso de ilusiones muertas.
Y apareció una viejecita astrosa, pero agradable, con un rostro surcado de lágrimas, entre las que miraba sonriente. La princesa la siguió. Caminaba por caminos largos, de abrojos y espinas, y sentía la princesa como un descanso parecido al placer. Y en medio de un bosque se trocó en la más admirable de las hermosuras.
-¡Oh! -gritó la princesa, cayendo de rodillas- ¡Tú eres la felicidad!
-No -contestó ella-. ¡Soy el sacrificio! La felicidad completa no existe en esta vida; pero entre todas las apariencias del mundo, soy la única verdadera.
¿Qué significado tiene esto? «El dolor es privación de bienestar y la tristeza es privación de la alegría». Son cosas distintas, no incompatibles. «No todo el dolor es malo ni todo el placer es bueno. Es más, muchas veces el placer y la alegría, intencionalmente buscados, conducen al dolor y a la tristeza. Y, sin embargo, el dolor y la tristeza bien aceptados y conducidos pueden ser el principio de una salud psíquica -y globalmente humana- más plena y sólida. El placer o la alegría, desconectado de raíces antropológicas- fundadas en el amor, la verdad y la libertad-, pueden convertirse en un falseamiento existencial que derivaría en un desmoronamiento del hombre» (J. Cardona, «El hombre ante el dolor»).
Vuelvo a Tiempo de prodigios… Se dedicó a trabajar como una loca… “Era una niña, y no imaginaba que la entrega al trabajo pudiese ser una forma de dar esquinazo momentáneo a la desesperación”. Siempre hay alguien que nos anima, que nos sirva de modelo, aunque no se lo digamos: “Alguien excepcionalmente valiente, que a pesar de su congoja quería salir adelante, que era capaz de encarar su desgracia y seguir viviendo. Esa mujer nunca lo supo, pero con los años se convirtió para mí en un referente moral. Me dije siempre que, al llegar a la hora del dolor, querría estar hecha del mismo material que ella”.
“El dolor nos quita muchas cosas, y a cambio nos deja otras. En esos meses me he negado a captar que el dolor nos hace crecer, que nos vuelve más sabios e, incluso, un poco más buenos. Que nos descubre facetas que ignorábamos sobre nosotros mismos y también sobre los demás. Por eso es necesario aprovecharse del dolor, exprimirlo hasta el fondo, exigirle una cuota de aprendizaje a cambio de todo aquello de lo que nos ha privado. He escuchado mil veces que la desgracia hace aflorar lo más bajo del ser humano. Yo no puedo estar de acuerdo. Al menos, en mi caso no fue así. La enfermedad de mi madre, su muerte, me mostraron una nueva dimensión del mundo y de las personas, y puedo jurar que nada ni nadie resultó ser peor que lo que parecía. Más bien al contrario. Lo que ocurre es que, en un principio, no me tomé el trabajo de pensar en ello. La pesadumbre llenaba hasta los rincones más pequeños de mi inteligencia, de mis sentidos, de mi capacidad de análisis. Era incapaz de ver más allá de la pena inmensa que sentía, de experimentar algo que no fuese un pesar profundísimo. Incapaz de buscar entre los restos del naufragio, los últimos indispensables para seguir adelante, como un moderno Robinson”.
“Tras el desbordamiento de un río, en sus márgenes se forman las llamadas tierras de aluvión, que son de una fertilidad extrema. Cuando en el pasado las crecidas fluviales arrasaban poblados enteros, los campesinos sabían aprovechar aquellas tierras nacidas del desastre que serán generosas y devolvían en forma de cosecha un buena parte de lo que el agua se había llevado. Ahora que admito lo mal que lo he hecho durante todos estos meses, me he propuesto explorar el dolor, que después de haber arrasado una parte de las vidas de otros de los míos ha debido de dejar entre los escombros algunas cosas que debería conservar y que podrían servirme de ayuda para continuar con mi vida”…
A veces, pensamos que “la gente es mala, pero no estoy segura de que sea vedad…” pues de golpe aparecen “desconocidos que pasan por nuestra vida y dejan en ella una reserva de ternura gratuita que no nace del interés, ni de la conveniencia, ni de la obligación. Surge de algo limpio y misterioso: de la bondad humana”.
También olvidamos las penas cuando cuidamos a los demás: “Cuidar de un ser amado encierra una belleza única y proporciona una paz que es imposible conocer de otra forma… algo que me aligeraba el alma y me hacía sentir, por primera vez en mi vida, que lo que estaba haciendo era realmente valioso e importante y que tenía sentido en sí mismo”. Por eso, recuerda que “cuando estaba cuidando físicamente a mi madre, a pesar de la gravedad de su estado, a pesar de que ese acercaba la muerte, sentía algo parecido a la felicidad… qué experiencia grandiosa la de poder cuidar de alguien a quien se ama tanto… ahora lo sé: la risa venía del profundo amor que nos profesábamos, del deseo de sentirnos vivas, de imaginar, por unos segundo, que teníamos verdaderos motivos para reír…
”Recuerdo el día que nevó. La ciudad estuvo bellísima durante unas horas…
”Creo que ha llegado el tiempo de aprender a llorar por mi madre, sin histerismos, sin aspavientos, yo sola, acompañada por su memoria y por su ausencia. Ahora soy consciente del valor de cada lágrima, y me siento aliviada porque, seis meses después, por fin puedo llorar como hay que hacerlo, con la dignidad que mi madre se preocupó de inculcarme y el abandono de quien conoce el peso exacto de la tristeza. Se acabaron los reproches, se acabaron las preguntas…
”Qué estupidez cometí al buscar excusas para no abandonarme a una legítima tristeza. Preferí sentir rabia antes que estar triste,… hacer reproches al recuerdo de mi madre antes que dolerme por su muerte. Por fortuna, uno casi siempre está a tiempo de dar marcha atrás y volver a empezar. A tiempo de aprender a hacer la cosas de forma correcta.
”Antes dije que el dolor es una forma de estación de paso. Ahora creo que puede ser también un punto de partida”.
Me gusta pasear por el parque dando patadas a las hojas muertas… en ciertos momentos, va viniendo el recuerdo de la persona perdida, pues eso es re-cuerdo (re-cor), volver a llevar al corazón, volver a vivir ahí… “Ella se reía y decía que no se hubiese cambiado por ninguna otra mujer. Había sido feliz así, lavando pañales… tener un horario de veinticuatro horas sin paga de beneficios ni posibilidades de ascenso… qué suerte tener una madre siempre presente, preparada para secar lágrimas, para curar una rodilla herida, para consolar, para reñir incluso…
”Porque era feliz con la vida que había escogido y no tenía nada que echar en cara a nadie… mujer completamente feliz. Y ahora me doy cuenta de cómo esa circunstancia marcó mi niñez. La convivencia diaria con la alegría es el mejor regalo que puede recibir un niño… nunca nos dio por pensar que, entre tantas mujeres insatisfechas, entre tantas mujeres decepcionadas con su suerte, entre tantas mujeres que renegaban de su condición de amas de casa, había un puñado de mujeres dichosas a las que gustaba lavar pañales, planchar camisas y hacer potajes, que no se sentían como un fracaso el haberse consagrado a sus familias. Cuando torcemos el morro ante las vidas de estas muertes, no pensamos en ellas sino en nosotras mismas inmersas en una existencia así, que se nos antoja vacía de todo contenido…. No es lo mismo, había dicho. Tenía razón. Los tiempos habían cambiado, y ella lo había visto antes que nadie. Le gustaba su vida, pero, al mismo tiempo, no quería una vida como la suya para ninguna de sus hijas”.
Piensa como la madre soñaba con su boda… “Todas las madres, la mía también, quieren ver a su hijas vestidas de blanco…” En los momentos duros hay que acudir a la memoria, que “desarrolla un mecanismo para defender los buenos recuerdos de las asechanzas del olvido. Y que lucha por preservar todas aquellas cosas buenas que servirán para reconstruir nuestras vidas. Los recuerdos de un tiempo mejor pueden parecer dolorosos, pero uno descubre que son también el único andamiaje para sobrevivir a la pérdida”. Aunque se diga que “No existe un dolor mayor que recordar el tiempo feliz en la desdicha” (Divina Comedia), los buenos recuerdos son una especie de tabla de náufrago a la que agarrarnos en los peores momentos, “el único andamiaje para sobrevivir a la pérdida”, se nos dice en la novela… los buenos recuerdos iluminan la ausencia y aunque a veces agudizan el dolor, en otras ocasiones lo dulcifican y proporcionan al espíritu una serenidad misteriosa, como si se intuyese que el sufrimiento merece la pena. Supongo que uno llega a esta conclusión cuando ha sido capaz de aprender a administrar la tristeza, a manejar e lenguaje cifrado de la pena.
”Que cada día que ella viviera era un día más que ganaba, que ganábamos todos… jamás fui tan feliz como durante aquella época en la que todo tenía un nuevo sentido y cobraba una intensidad mucho mayor. Supimos que se nos estaba regalando un tiempo precioso y teníamos la firme decisión de aprovecharlo… la risa genera endorfinas, unas hormonas que tienen eficaces agentes anticancerígenos, así que a diario mandábamos a todo un ejército…”
Esos momentos en los que se está viviendo un duelo a cámara lenta son ambivalentes: “el dolor de después es parte de la felicidad de ahora” (Lewu). “Me di cuenta de que me gustaría que un día alguien sintiera por mí lo mismo que yo sentía por mi madre…” tenía ganas de tener ese hijo para “inculcarle un puñado de valores elementales, dejarle luego elegir un camino, darle libertad para decidir sobre sí y sobre su vida. Y algún día, cuando llegase el momento, comprobar que ese niño, que esa niña, eran ya un hombre o una mujer capaces de tomar decisiones, de ser independientes, de construir su propia vida. Y capaces, también de seguir amando a su madre”. Sin que haya nunca “el desencanto, que es lo último que debe presidir la relación entre dos personas que se quieren”. La madre es la imagen de la “que se pasó la vida sacrificándose para que no tuvieran que hacerlo sus cuatro hijos”. “La desdicha nos hace madurar, nos vuelve adultos en cuestión de horas”. Recuerdo un chico al que se le murieron en pocos meses padre y madre, y cómo maduró, pasó de irresponsable a persona reflexiva y capaz de llevar la casa de campo… aunque no se lo deseo a nadie, claro.