Era un artículo firmado por Jordi Estapé sobre aquel barco imponente del que decían “que ni Dios podría hundir”, y que se llevó consigo al fondo del mar a la mayor parte de los miles de pasajeros en el viaje inaugural. Esa tragedia del Titanic es un compendio de la condición humana cuando se desliga de Dios, de sus contradicciones…
La película de James Cameron (que en la segunda mitad calca y se recrea en las tomas de Fellini, en su testamento E la nave va…) nos lleva a la gran paradoja de la vida, la insoportable ligereza del ser, y a la incoherencia de unas ilusiones truncadas de forma irremisible por un cúmulo de fatalidades. Es la historia de unas personas que tienen la oportunidad de elegir su final mientras todo se hunde sin retorno a su alrededor. Muchos tienen 2 horas para situarse en la línea que divide la vida y la muerte. Están los gentlemen que prefieren esperar la muerte tomando una copa en el bar con toda la flema del mundo, o los admirables músicos de la orquesta que afrontan sus últimos minutos tocando. La situación nos desnuda de toda pretensión y nos pone cara a cara, aunque sea por unos instantes, ante el iceberg, ante la fría noción de destino. O ante la conciencia: la ley de nuestro corazón, donde radica nuestra dignidad: precisamente en la obediencia a esta voz, a esta ley que no nos hemos dado a nosotros mismos, que nos dice lo que hemos de hacer y que está por encima de lo que me gusta, y que puede estar por encima del instinto de vivir. A veces, puede dictar cosas como morir por defender la verdad, o por amor, por la vida de otras personas, por no traicionar a los que han depositado en nosotros su confianza. Esta ley puede ser desvirtuada: puedo vivir de otra manera, pero sigue viva… También, a veces, puede encontrarse perturbada, y es cuando sufre el cataclismo de una muerte