La trampa de la paz: cuando lo que más deseamos se vuelve insípido

La paradoja de sabotear nuestra propia estabilidad en busca de emociones que, irónicamente, podrían destruirla.

¡Qué lástima me da a veces contemplar cómo hay personas que no valoran lo que tienen! Les aburre su propia paz, esa tan anhelada por otros. Se hastían de tener cosas buenas, personas buenas a su lado que los aman de verdad. Y, en un extraño giro del destino, poco piensan en que muchos soñarían con tener ni la mitad de lo que ellos poseen. Entonces, ¿qué ocurre? Que salen a buscar emociones fuertes, a menudo en conductas autodestructivas: adulterios, drogas, juegos peligrosos… Como si la calma fuera un enemigo.

Uno no puede evitar pensar, con amarga ironía, que si quisieran emociones fuertes de verdad, se las podríamos dar: esas que algunos hemos tenido que vivir desde la más tierna infancia, esas que te hacen valorar un solo día de quietud como un tesoro incalculable. Tal vez así abrirían los ojos.

Esta reflexión, que puede sonar áspera, encuentra su espejo más perfecto y desgarrador en el cine. Ingmar Bergman, en su obra maestra “Secretos de un matrimonio”, disecciona esta paradoja con la precisión de un cirujano. La película nos presenta a Marianne y Johan, una pareja aparentemente perfecta: profesionales exitosos, una vida confortable, una rutina envidiable. Tienen, en resumen, toda esa paz de la que hablábamos.

Pero Bergman nos muestra cómo esa misma paz se convierte en la losa que ahoga su matrimonio. La estabilidad se confunde con aburrimiento, la comodidad con rutina, y la falta de conflicto con una falta de pasión vital. Johan, el personaje masculino, lo sabotea todo. Encuentra en un adulterio la «emoción fuerte» que cree necesitar, rompiendo el mundo de su familia y, sobre todo, el de Marianne, que representa esa figura que valora lo que tiene hasta que lo pierde.

Y aquí surge otra capa de este conflicto. Cuántas personas buenas, serenas y estables son despreciados en favor de figuras aventureras, impredecibles y que son, en el fondo, fuente de profundo sufrimiento. Es una injusticia que nace de confundir la intensidad del drama con la intensidad del amor.

Bergman, sin embargo, no se queda en el juicio fácil. Su genialidad está en mostrar que, incluso después del terremoto, entre los escombros puede quedar un rescoldo de cariño, una conexión humana que sobrevive a los errores. No es una justificación, sino un recordatorio de nuestra complejidad.

La lección, tanto de la vida como del cine, no es que debamos resignarnos a una paz aburrida. La lección es que la verdadera paz no es la ausencia de emoción, sino la presencia de significado. El desafío no es buscar tormentas artificiales, sino aprender a encontrar la profundidad y la gratitud en la calma. Apreciar lo que se tiene antes de que la vida nos obligue, dramáticamente, a añorarlo.

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