
Palpitaciones, sudor frío, tensión muscular, insomnio, temblores… El cuerpo grita cuando la mente no encuentra salida. Estos síntomas, tan comunes hoy, son herencia de un pasado remoto: cuando nuestros antepasados debían correr, luchar o esconderse ante un depredador. Lo que entonces era un león real, hoy puede ser una reunión de trabajo, una pantalla encendida o un silencio que no sabemos leer.
La ansiedad es una emoción ancestral. Ha sido clave para la supervivencia. Pero en el mundo actual, sin rugidos que justifiquen la alarma, el cuerpo sigue reaccionando como si estuviéramos en la selva. Y a veces, la selva está dentro.
El personaje de Tartarín de Tarascón imaginaba aventuras grandiosas, cazaba leones ficticios, luchaba con sombras creadas por su necesidad de reconocimiento. Así también funciona la ansiedad: crea amenazas que no existen o exagera las que enfrentamos. Pero, como Tartarín, también podemos aprender a distinguir entre la realidad y los monstruos que fabrica el miedo.
Hablar de lo que nos inquieta es el primer paso para salir del bucle. Guardarlo todo dentro lo transforma en síntomas, en somatización, en peso crónico. Abrirse —aunque exista el riesgo de ser herido, malinterpretado o usado— sigue siendo más humano que el encierro.
Porque incluso si alguien se aprovecha de nuestra fragilidad, lo importante es no dejar que el miedo nos robe la posibilidad de conectar. La ansiedad nos desconecta. Hablar, en cambio, nos vuelve a unir: con otros y con nosotros mismos.