UN AÑO DE LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI Una fuente de aguas claras

“Yo ya soy un viejo, un monje dedicado a la oración y nada más”. Así respondía Benedicto XVI a finales del pasado noviembre a la invitación (mitad en broma, mitad en serio) con la que el Patriarca Sako, cabeza de la Iglesia caldea, le invitaba a visitar Iraq. El anciano monje sigue asido a la cruz en el recinto de San Pedro, tal como dijera en su despedida, consciente de que esa es ahora su misión, y no pequeña. Quienes han podido verle recientemente hablan de esa “luz” que irradia con su serena paz, con la certeza tranquila de que, como dice Miguel Mañara en la obra de Milosz, “todo está donde debe estar y va donde debe ir, según una sabiduría que, gracias a Dios, no es nuestra”. Quizás la palabra luz sea la más adecuada para hablar de él: luz del entendimiento (como diría Dante) pero luz cálida que penetra en lo profundo del  corazón hasta hacerle tocar el núcleo de la esperanza.(…)

“¿Cuál es verdaderamente el puesto justo?, un puesto que puede parecernos muy bueno, puede revelarse como un puesto nefasto”, dijo entonces el anciano monje. “Cualquiera que sea el puesto que la Historia nos quiera asignar, lo determinante es la responsabilidad ante Dios, y la responsabilidad frente al amor, la justicia y la verdad… La Cruz es en la historia el último puesto, y el Crucificado no tiene ningún puesto, ha sido expoliado, es un nadie… y sin embargo Jesús está más alto, está a la altura de Dios porque la altura de la cruz es la altura del amor de Dios, la altura de la renuncia a sí mismo y de la dedicación a los demás. Éste es el puesto divino y queremos pedir a Dios que nos conceda comprenderlo cada vez más y aceptar con humildad, cada uno según su propio modo, este misterio de exaltación y de humillación”. Palabra de Benedicto, de quien alguno susurró “que se había bajado de la cruz”.

Todavía no se ha profundizado lo suficiente en el texto de la Declaratio pronunciada sobriamente en latín aquel 11 de febrero de 2013. Teólogos y canonistas tienen ahí materia enjundiosa para trabajar. Pero ya casi nadie lo duda: aquel gesto inesperado y profético desencadenó un nuevo impulso en el camino de la Iglesia, cuya urgencia Benedicto XVI comprendía y sentía como nadie, tanto como comprendía y sentía que no podía ser él quien la llevase adelante. Ahí radica la enorme grandeza de su histórica decisión. Ni el cansancio (comprensible por la edad y las tormentas) ni la tristeza (por la traición de algunos colaboradores), ni una supuesta impotencia por la impermeabilidad de algunos sectores a su magisterio, pueden explicar lo que sucedió hace un año. Sería no conocer al hombre ni al cristiano Joseph Ratzinger.

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