El derecho global entre el idealismo y el poder real

Rafael Domingo Oslé, idealismo en Derecho y política real

Rafael Domingo Oslé, en su reciente artículo sobre «Derecho romano y constitucionalismo global» (LinkedIn, 2025), propone una visión esperanzadora: un orden jurídico mundial inspirado en el cosmopolitismo romano y principios universales como los derechos humanos y el estado de derecho. Su idea es seductora: trascender el estatalismo y el positivismo para construir un sistema global que equilibre justicia y tradición. Sin embargo, al observar el panorama actual —desde las grandes potencias hasta los conflictos locales—, surge una duda inevitable: ¿puede el derecho global resistir las fuerzas del populismo y los intereses económicos que hoy dominan el mundo? Este análisis sugiere que, lejos de ser un árbitro neutral, cualquier orden global corre el riesgo de convertirse en una herramienta de los poderosos, como lo demuestran las dinámicas de nuestro tiempo.

El populismo como síntoma, no como causa

Domingo apuesta por un constitucionalismo global que supere las limitaciones de los estados-nación. Pero el auge del populismo, tanto de derecha como de izquierda, amenaza ese ideal. Estos movimientos, con su rechazo a las instituciones y su tendencia al autoritarismo, no son anomalías; son respuestas a un descontento que las élites económicas y políticas han alimentado. Pensemos en Estados Unidos, autoproclamado «sheriff» de la libertad: su apoyo a Ucrania o Israel, envuelto en retórica democrática, beneficia a industrias armamentísticas y energéticas mientras refuerza su hegemonía. Rusia, con su nostalgia imperialista, usa la guerra para mantener a Putin en el poder, pero su economía tambaleante revela que el control del gas y el territorio pesa más que la ideología. En ambos casos, el populismo es la cara visible; los intereses económicos, el motor.

Conflictos como espejos del poder

Ucrania y Gaza ilustran cómo los ideales globales chocan con la realidad. En Ucrania, el conflicto entre Kyiv y Moscú —agudizado por tensiones internas como las de Donetsk— podría costarle al país territorios que los nacionalistas juraron defender, todo mientras Occidente y Rusia mueven sus peones por gas, influencia y mercados. En Gaza, el «choque de civilizaciones» entre Occidente y el mundo musulmán es más bien un tablero geopolítico: Israel, respaldado por EE.UU., frente a Hamás, apoyado por Irán, con lobbies petroleros y armamentísticos lucrando en las sombras. Las alianzas pragmáticas —como la tibia reconciliación entre Arabia Saudí e Israel— muestran que el dinero define más que la fe o la moral.

España: Un microcosmos de dependencias

Más cerca, en España, los partidos reflejan esa misma lógica. El PSOE de Sánchez navega entre chantajes de Marruecos y presiones empresariales; el PP se alinea con élites económicas; Vox coquetea con la derecha global; y Podemos, en declive, se aferra a ecos de Venezuela. Ningún actor escapa a sus «patrocinadores», sean locales o extranjeros. Si el derecho global busca universalidad, ¿cómo se construye sobre bases tan fragmentadas y subordinadas?

El riesgo del idealismo de Domingo

Domingo sugiere que el derecho romano ofrece un modelo: un sistema que unió pueblos diversos bajo principios compartidos. Pero el Imperio Romano también fue una máquina de conquista económica y militar. Hoy, el 22 de febrero de 2025, el mundo no está listo para un orden global desinteresado. Los lobbies —tecnológicos, energéticos, armamentísticos— moldean las ideologías que venden los líderes, desde Washington hasta Moscú, pasando por Madrid. Un constitucionalismo global, como lo plantea Domingo, podría ser secuestrado por esas fuerzas, convirtiéndose en un relato bonito para justificar el dominio de unos pocos. La Segunda Guerra Mundial, con sus alianzas autoritarias inesperadas, nos recuerda que el poder no respeta ideales cuando hay intereses en juego.

Hacia un realismo crítico

No se trata de descartar la visión de Domingo, sino de aterrizarla. Si el derecho global ha de existir, debe reconocer que los intereses económicos no son secundarios, sino el hilo conductor de la política actual. Un sistema que ignore eso —o que pretenda flotar por encima— será irrelevante o, peor, servirá a los mismos populismos que dice combatir. La pregunta no es si podemos inspirarnos en el pasado, sino quién controlará el futuro. Hasta que las reglas del juego cambien, el derecho global seguirá siendo un reflejo del poder real, no un antídoto contra él

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